a deuda (2019), la última película de Gustavo Fontán, expone desde el inicio una evidencia incuestionable: es bien distinta a las anteriores de su filmografía. Y lo es, fundamentalmente, por las características que asume en su nuevo film la ejecución narrativa. Hasta ahora, su proyecto cinematográfico apuntaba, mediante la afirmación de un trabajo muy particular sobre la imagen y el sonido, a expandir el universo de percepción de una realidad cubierta de múltiples –e infinitas– texturas. Las islas del río Paraná habían sido el espacio simbólico elegido por Fontán para la elaboración de sus ficciones previas. Allí mismo realizó el llamado “ciclo del río”, compuesto por películas extraordinarias como La orilla que se abisma (2008), El rostro (2014) y El limonero real (2015). Una trilogía que establecía además una conversación fascinante con una determinada tradición literaria –Ortiz, Calveyra, Saer–. Una zona enigmática y sugerente para el desarrollo fecundo de su propuesta. Sin embargo, la trayectoria de un cineasta no se define tan solo por la reincidencia en una determinada dirección estética, sino también por el sentido encubierto de sus desvíos. Acaso como resultado de ciertas particularidades urgentes que definen nuestro tiempo, nuestra más inmediata y reconocible circunstancia, Fontán modifica el rumbo, cambia inesperadamente de ruta, propone otra cosa. Desplaza su atención y, en efecto, la forma de encarar esa nueva perspectiva. Por lo pronto, asienta su mirada en otro territorio: la frontera entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. Su nueva película, escrita junto a la escritora Gloria Peirano, despliega el conflicto de entrada. Mónica (Belén Blanco) trabaja en un estudio jurídico. Un compañero descubre la falta de un pago que ella debía realizar en un banco. En el transcurso de un día, deberá recuperar el dinero. Poco sabremos de su vida, casi nada de su pasado. Tan solo una suposición: la circunstancia que atraviesa no es nueva. El relato avanzará así, mediante sustracción y sugerencia. El trabajo con lo que no se dice, pero se infiere. Sergio (Marcelo Subiotto), un amor que no fue, acompañará a Mónica en un auto durante su derrotero nocturno en busca de la ayuda que le permita cancelar la deuda. Un recorrido definido por el desplazamiento más allá de la autopista, en dirección a las calles oscuras del conurbano, hacia el encuentro con su población insomne: amantes fallidos, familiares, amigos. Criaturas sin fortuna –porque, como expresará uno de ellos, "la suerte viene enredada”–, conscientes de una realidad en la que no hay lugar para el deseo. Es notable la manera en que Fontán filma Buenos Aires y, sobre todo, el movimiento de los personajes a través de los distintos espacios por donde circulan. La composición precisa de planos lo suficientemente abiertos como para dar cuenta de las formas, distantes y frías, del vínculo social. El tipo de relación que la protagonista establece con los otros. Casi como un trámite entre soledades plenas, que sobreviven como pueden en su intemperie afectiva, activadas únicamente por el dinero. O más bien, por la necesidad urgente de su solicitud. Aun así, será posible entrever un mínimo pero profundo principio de fraternidad entre ellos, sugerido por la disposición, en última instancia y bajo circunstancias urgentes, a colaborar como se pueda para saldar la deuda. Un principio luminoso que emerge silenciosamente, en una película triste y sombría que descubre hacia el final una secuencia única, acaso imperecedera por su enorme significación. Una secuencia donde se cifra el estilo de un director que logra componer aquello que define nuestro presente: la desolación y el desamparo de los desconocidos de siempre. Esa multitud anónima que debe cargar sobre sí, cada nueva vez que despunta el día, como un castigo presuntamente inalterable, la deuda más pesada.
En una pileta, bajo un tipo de soledad esencial, un hombre permanece sumergido en el agua. Y así, en estado de sumersión, ajeno a la realidad que lo circunda, ese hombre tan solo recuerda. La concisa primera escena de Dolor y gloria (2019), la extraordinaria nueva película de Pedro Almodóvar (Mujeres al borde de un ataque de nervios, 1988; ¡Átame!, 1990; La flor de mi secreto, 1995; Todo sobre mi madre, 1999; Volver, 2006) es perfecta. Y lo es porque señala con absoluta eficacia, mediante un gran poder de condensación simbólica, la circunstancia anímica que atraviesa el protagonista, un reconocido y premiado director de cine que se encuentra, precisamente, inmerso en una profunda depresión. La puesta en escena del film de Almodóvar conservará hasta el último plano, casi como nunca en su extensa filmografía, una precisión asombrosa, sin perder por eso fluidez narrativa ni sensibilidad. Todo lo contrario. Desde el comienzo, desde esa primera escena, el cineasta español conquista una forma magnifica para significar, a partir de la contundencia de una imagen, un trastorno psíquico y sus consecuencias, tanto físicas como mentales. Sobre todo, la influencia emocional que dicha alteración de la conciencia suscita. La película trabajará durante su desarrollo sobre distintas variantes de esa forma inaugural. El estado de ánimo determina el presente de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Un cineasta que no filma, que no escribe. Apocado, deambula en una encantadora casa en penumbras, como si fuera una cueva sombría, dolorido por fuertes padecimientos físicos. Una escena brillante por su sobriedad le alcanza a Almodóvar para describir la (pre) disposición del personaje a caer bajo un régimen sufriente de enfermedades diversas que hacen centro en un punto neurálgico de su cuerpo, la unidad exacta de su dolor: la vértebra principal. A la deriva entonces, librado casi por completo a sus recuerdos, a los reenvíos que impone su memoria, el relato propone un pasaje dialéctico de una instancia a otra, del presente abismado del personaje a las breves evocaciones de su pasado. Es admirable el manejo de los tiempos narrativos. Lo antedicho: el trabajo de la puesta en escena es, en su conjunto, notable. Hay en esta película un tratamiento magistral del color. La depresión promoverá en Salvador la recuperación –en plan de reconstrucción imaginaria, tal como trabaja la memoria– de escenas de su infancia. En particular, de aquellas que tienen como centro afectivo la relación amorosa –y conflictiva– con su madre, encargada de sobrellevar sola y con mucho esfuerzo una crianza limitada por un contexto económico adverso. A su vez, la educación en un bachillerato religioso, la profusión lectora, la temprana pasión por el cine, la emergencia afiebrada del deseo. Circunstancias diversas trasladan al protagonista hacia otros recuerdos. El reencuentro con conflictos pretéritos no resueltos, con intensas historias de amor. Ciertas sustancias le permitirán reiniciar –sumergirse una y otra vez– el desplazamiento retrospectivo. Reminiscencias de su biografía como fundamento organizador de la trama. Marca reconocible del cineasta: la vinculación entre una trayectoria vital y su materialización creativa. Dolor y gloria expone, acaso como ninguna otra de sus películas, la capacidad narrativa de Almodóvar. Al mismo tiempo, revela una evidencia indiscutible: la actuación de Antonio Banderas es sorprendente. La contención de sus gestos, su mirada, el tono de su voz. Banderas logra una caracterización amorosa y emocionante, siempre ajustada, de un hombre que experimenta una crisis profunda, pero que encuentra justo allí, en el tránsito mismo de la tristeza, una oportunidad de emerger y lograr, después de todo, trascenderla.
Muere, Monstruo, Muere (2018), la extraordinaria película de Alejandro Fadel –El amor (primera parte), 2004; Los salvajes, 2012–, va a trabajar sobre el asunto que define, en última instancia, el género al que apunta inicialmente y que luego trasciende: el origen incierto –monstruoso– del terror. La causa primera del miedo es un enigma que Fadel va a identificar, a priori, como un problema del lenguaje. Un cortocircuito entre palabras e imágenes que provoca desconcierto, perplejidad. Un vacío de sentido. Su nueva película –“desconcertante, enigmática”– convertirá esa “falla”, que no es más que la ausencia de una significación concluyente, en el centro dramático que organiza la historia. El carácter inaccesible, en principo inexplicable, de una forma brutal de violencia. Y no cualquier violencia, sino aquella ejercida sobre el cuerpo de mujeres. En un rancho pobre y desolado al pie de las montañas nevadas de Los Andes, aparece el cuerpo de una mujer decapitada. Será tan solo el primero de una serie que se intuye interminable. "Nos van a matar a todas", expresará una joven policía, con la certidumbre que promueve la evidencia de lo que observa a su alrededor: cuerpos de mujeres sin sus respectivas cabezas. El oficial Cruz (Víctor López), integrante de la policía rural, es el encargado de investigar los crímenes. La película de Fadel, cuyas ambiciones son manifiestas, aunque también un poco desmedidas, va a incursionar en el cine de género, en el terror clase b, en el policial. La sangre va a brotar a raudales. Las cabezas rodarán sin reserva. Cruz es un hombre extraño, como casi todos los hombres de un auténtico territorio de frontera, páramo inhóspito habitado por marginales, desvelados, adictos a medicamentos –un catálogo de fármacos–, depresivos, maniáticos. Fadel vuelve a confirmar aquí, como lo hacía en su película anterior, su capacidad para filmar los distintos espacios por donde circulan los personajes. Sucesivas tomas panorámicas señalarán la enormidad inquietante de las montañas. A partir de ahí, la atención se aproximará a otros lugares más reducidos, cada vez más oscuros, donde la violencia, el miedo –un catálogo de fobias– y el horror surgen concentrados, cada vez con mayor intensidad. La representación del miedo exige para su desarrollo la configuración precisa de un contexto. Los gritos en un manicomio durante la noche. La oscuridad casi completa en las inmediaciones de una cueva tan solo iluminada por bengalas. La película de Fadel ofrece escenas visualmente notables. La composición de los personajes del film es formidable. Principalmente la de Cruz, el protagonista, quien padece insomnio hace años y ciertas dificultades en el habla, pero que además es capaz de bailar, grotezco y encantador, al ritmo de una canción romántica y popular. Cruz mantendrá un amorío secreto con Francisca (Tania Casciani), una mujer casada con David (Esteban Bigliardi), un hombrezuelo alucinado por voces extrañas que escucha internamente, obsesionado por la presencia de un monstruo que deambula sin dejarse ver, pero que sí puede escucharse. El triángulo amoroso –el amor sin más– va a adquirir también un carácter propiamente monstruoso. La obsesión de David evidenciará, a su vez, un conflicto entre el devenir continuo de las palabras que circulan por su mente y el horror de imágenes indescriptibles. “Es dificil de explicar”, va a repetir una y otra vez a los interlocutores que intentan averiguar la causa de los asesinatos. Las palabras no alcanzan, no sirven, tienen “agujeros”. Muere, monstruo, muere desplegará durante su desarrollo enigmas, posibles respuestas, más que nada preguntas. Es por eso mismo una película incómoda. Su fortuna reside precisamente en la voluntad manifiesta de escaparle a la prisión del sentido unívoco. En algunos momentos, el relato se tornará un tanto derivativo, sobrecargado por la profusión incesante –podríamos decir, desvelada– de los dilemas y delirios que acosan a sus personajes. Tal vez sea un costo a pagar por las ambiciones del cineasta. Eso sí: la película conservará, casi sin contratiempos, una tensión hipnótica. La sensación que procura un determinado tipo de ansiedad ante el acecho de aquello que se percibe, pero que no se logra definir del todo. Como si expresara, esa sensación, la inminencia de un monstruo que se encuentra demasiado cerca. Tanto como para soltar en cualquier momento su cruel zarpazo.
El núcleo del disturbio Después de Huye (Get out, 2018), su notable ópera prima, el cineasta norteamericano Jordan Peele vuelve a incursionar en las posibilidades estéticas –y políticas– que puede proporcionar el género del terror y su tradición cinematográfica. No es casual entonces, no es para nada una coincidencia, que Nosotros (Us, 2019), su nueva película, comience con una escena siniestra, angustiosa, del orden de la infancia. En 1986, en un parque de diversiones situado sobre una playa en la localidad de Santa Cruz –California, EUA–, una niña se aleja de sus padres y, por un instante, se pierde. La curiosidad infantil es una marca indiscutible del género. Una de las “atracciones” que va a llamar la atención de la niña será justamente la Casa del Terror, cuyo lema ofrece una primera “pista” –el film ofrecerá tal vez demasiadas durante su desarrollo– acerca del fundamento que organiza simbólicamente la trama: “Conócete a ti mismo”. Lo que la niña descubre en su recorrido a través de pasajes oscuros y espejos la dejará literalmente sin palabras. No volverá a ser la misma que antes. Ya en esa escena, una de las primeras, es posible identificar la capacidad de Jordan Peele para producir tensión y suspenso mediante el trabajo con la puesta en escena. En especial, con el espacio cinematográfico, la disposición de los personajes en el interior del plano y su relación con el entorno. Las escenas de terror y persecución que ocurrirán más tarde van a confirmar esa destreza. La mayoría de ellas son visualmente formidables. Sin recurrir a golpes bajos, el cineasta norteamericano consigue provocar la sensación de que algo va a suceder en cualquier momento, efecto indispensable en este tipo de películas. Luego del episodio inaugural, la historia va a continuar años después, cuando por vacaciones Adelaide Wilson (Lupita Nyong´o) regrese junto a su marido Gabe (Wiston Duke) y sus dos hijos, Jason (Evan Alex) y Zora (Shahadi Wright), al hogar de su infancia. El traumático recuerdo de su pasado no va a tardar en salir a la superficie y lo hará de la peor manera, a partir de la presencia terrorífica de la figura del doble y una persecución sangrienta. Como un espejo siniestro, como una sombra oscura de sí, una familia idéntica a la suya intentará ocupar la casa, hacer visible lo que permaneció oculto, en secreto durante mucho tiempo, para reclamar el desarrollo pleno de su existencia. Ante la pregunta por el desconcierto que provoca su identidad, una de las figuras contestará irónicamente: “Somos estadounidenses”. Si en su film precedente, Jordan Peele exhibía sin reservas, y hasta con cierto regocijo y humor negro, la perspectiva racial que determinaba el tono de su narración con el propósito de evidenciar la hipocresía del progresismo blanco y su secreta tendencia asesina, en esta oportunidad el objeto de su crítica, el núcleo del disturbio que plantea, hay que buscarlo directamente en la familia estadounidense. El origen del conflicto –digamos, el horror– se encuentra puertas adentro. Y no afuera, en el extranjero, como suele establecer imaginariamente el sentido común conservador. En el juego de espejos que la película parece proponer, la mierda escondida brota y su expansión se vuelve incontenible. Sin embargo, un problema no menor recorre silenciosamente el film de Jordan Peele. A diferencia de su primera película, casi sin fisuras, ciertos elementos desplegados durante el transcurso de la narración, elementos que dejan traslucir un afán por (sobre) significar y situar el film en un determinado territorio de lectura –el epígrafe que inaugura el film acerca de la existencia de túneles y subterráneos, el descabezamiento de un peluche, etc.–, terminan por transformar la historia en una manifestación un tanto pretenciosa de intenciones. Hay en Nosotros, sobre todo en las últimas escenas, un exceso de simbolismo. Como si la fuerza de a-tracción del planteo que busca imponer Peele sea tan avasallante como la forma elegida para representarlo. Como si, a fin de cuentas, no pudiera evitar su propio exhibicionismo. El evidente desequilibrio final, anunciado acaso por demasiadas “pistas” previas, no malogrará por completo su nueva película, aunque si ocasionará la pérdida de su encanto.
Capitana Marvel y la corrección política Las consecuencias profundas del conflicto político que ha desatado hace ya algún un tiempo el movimiento de mujeres están todavía por verse. La magnitud de sus efectos –la dimensión real de la transformación que han inaugurado a fuerza de movilización– pertenece al orden del misterio. Acaso sea esa una de las características que defina, entre otras, su radical fortaleza. Esto es: la incertidumbre que provoca su convocatoria y cada una de sus conquistas cotidianas. La transgresión definitiva de verdades a priori incuestionables. Lo que sí es posible registrar de inmediato es la notable influencia que el conjunto de reivindicaciones feministas ha conquistado en el mundo entero –no solo en el territorio social y político, sino también en el artístico–. Fundamentalmente una de ellas, acaso la más urgente: la ocupación de espacios históricamente vedados. Influencia que asimismo arrastra, indefectiblemente, un problema que amenaza con debilitar su potencia crítica: la corrección política. El ruidoso estreno de la nueva película de Marvel Studios –junto con su gigantesca campaña de promoción internacional– permite, en ese sentido, una discusión acerca de cómo el cine de Hollywood y sus superhéroes dialoga –o más bien discute– en la contienda feminista. Capitana Marvel (2019), de Anna Boden y Ryan Fleck, ofrece como preámbulo una serie de circunstancias definidas por su carácter inédito. Por un lado, y después de que DC Comics –su rival en el mercado– realizara Mujer Maravilla (Patty Jenkins, 2017), presenta a la primera superheroína al frente de una producción del llamado Universo Cinematográfico Marvel, luego de una década de superhéroes masculinos. Anna Boden es, a su vez, la primera cineasta en dirigir en ese Universo. Capitana Marvel inaugura así un nuevo período de películas lideradas por mujeres. Ahora bien, ese mismo fervor declarativo y superfluo, en tanto diseñado por un innegable sentido de oportunismo, va a determinar desde el principio y hasta los créditos finales el desarrollo del film de Boden y Fleck. La historia narra el devenir de Vers (Brie Larson), una agente en ascenso en Starforce, ejército liderado por el comandante Yon-Rogg (Jude Law) que se propone defender la civilización Kree de los ataques terroristas de los Skrull, presuntos villanos de una guerra intergaláctica sinfín. Durante la década del 90, y como consecuencia de una invasión al Planeta Tierra encabezada por Talos (Ben Medelsohn), carismático líder Skrull, Vers se (re) encontrará con las huellas olvidadas de su existencia previa, un conflicto de identidad que la acosa a partir de sueños y pesadillas. La pregunta acerca de quién fue antes de convertirse en quien pronto será: una superheroína, galáctica y orgullosamente vestida con los colores de la Fuerza Aérea norteamericana. Una mujer que descubre una mentira y sale furiosa –y con un poco de culpa– en defensa de los desterrados. Como si fuera la expresión sin fisuras de un enunciado demócrata, Capitana Marvel se presenta ante los espectadores como la guardiana no tanto de la galaxia, sino de los valores estadounidenses que supuestamente se han perdido y que resulta indispensable recuperar, tras la avanzada totalitaria de otro supervillano, cuyo discurso se acerca ostensiblemente al que despliega quien gobierna en la actualidad al mundo. Guardiana entonces de un mensaje que se procura universal. Durante el transcurso del film, florecerán sin mucha gracia recuerdos del pasado de la protagonista en Estados Unidos, accidentes durante su niñez, una adolescencia complicada en su formación como pilota de la Fuerza Aérea. Un conjunto de dificultades ocasionadas principalmente por el hecho de ser mujer en las que debe sobreponerse. La exhibición recurrente del mensaje repercutirá negativamente en la trama que intenta construir el relato. Malversará su fluidez y consolidación emotiva. Todo avance se verá, ante ese espejo, forzado y redundante. Ni siquiera las escenas de acción lograrán alcanzar algún tipo de eficacia visual, más allá de su intento por circunscribir su estética a las películas de acción de su festejado período de referencia. Porque el centro de atracción –y de humor– del film tan solo podrá vislumbrarse, y muy tímidamente, en la caracterización nostálgica y fetichista de la época en la cual transcurren los acontecimientos. En la sobreexposición a-crítica de aquellos elementos que definieron esa década. La protagonista desfilará asi por cibercafés y videoclubes. La banda de sonido estará definida por Nirvana, No Doubt, R.E.M, etc. No mucho más. Tal vez demasiado poco. La manifestación de buenas intenciones y, sobre todo, la respetuosa continuidad que el film demuestra a través de la repetición de cada una de las convenciones que rigen las películas de superhéroes producirá, a fin de cuentas, una historia desinflada, sin hallazgos. Capitana Marvel promueve por eso mismo un planteo decisivo acerca del sentido último –y hasta las últimas consecuencias– de la ocupación de un espacio. Si la apropiación –en este caso cinematográfica– de una tradición no persigue, en última instancia, una reformulación que sea capaz de fundar una nueva perspectiva, cualquier proyecto corre el riesgo cierto de convertirse en una simple e inofensiva muestra de corrección politica.
La narración de la historia Arábia (Brasil, 2017), la notable película de João Dumans (Donde envejezco, 2016) y Affonso Uchoa (Afternoon Woman, 2010; El Tigre oculto, 2014), va a desplegar durante su desarrollo, sin alardes de ningún tipo, sin grandilocuencia, pero más que nada sin renunciar al carácter discreto y amable que caracteriza la forma en que compone su narración, cuestionamientos precisos acerca de cómo el cine latinoamericano –en este caso, el brasileño– se ocupa de filmar la pobreza, cómo se aproxima a la existencia de los “desconocidos de siempre”, cuyo destino pareciera ser inmodificable; cómo representa, en definitiva, la desdichada realidad que deben sobrellevar los trabajadores hasta el final de sus vidas. Cuestionamientos que van a propiciar secretamente una interrogación crítica no menos importante, acaso más profunda, sobre el sujeto mismo de la enunciación, sobre quién es, a fin de cuentas, el que puede –o no– escribir. No es otra cosa que desencanto lo que va a determinar la mirada de André (Murilo Caliari), un joven de 18 años que vive junto a su hermano enfermo en un barrio industrial de Ouro Preto, en Minas Gerais. A través de la ventana de su habitación, André va a observar lo único que tiene ante sí, esclavizado por la perspectiva inequívoca que define su experiencia: una inmensa fábrica de aluminio ocupa el centro del espacio que habita. La fábrica organiza simbólica y materialmente el devenir de la comunidad. Su omnipresencia va a desvelar al joven porque puede intuir que allí se encuentra el origen de su malestar. La miseria es manifiesta. No hay dinero. Ni para comida ni para medicamentos. Un estado de cosas que hace más fácil imaginar, como referirá su hermano, la existencia del demonio más que la de Dios. Una situación que se le presenta, a priori, sin posibilidad de cambio. Un día, sin embargo, una ambulancia se va a llevar inesperadamente a un operario de la fábrica. Y André encontrará en la casa de ese trabajador un cuaderno. Y en ese cuaderno, la narración de su vida. El film de Dumans y Uchoa iniciará a partir de ese momento –como si lo anterior no fuera más que una introducción- el relato de esa historia escrita en un cuaderno. “Es difícil elegir un momento para contarlo. Hace tiempo que no veo un lápiz ni un cuaderno. Pero ustedes nos pidieron que contemos algo importante de nuestras vidas. Y me gustaría al menos intentarlo”, expresará la voz –en off– de Cristiano (Aristides de Sousa). La película se ocupará de narrar, casi como una road movie proletaria, su trayectoria vital, determinada por el desplazamiento permanente que moviliza al protagonista a buscar trabajo. El trabajo que sea. Su anecdotario incluirá no pocos problemas, una estadía en la cárcel, las primeras ocupaciones caracterizadas por la explotación y el desprecio de patrones, el descubrimiento del amor, los compañeros de ruta. Hay en Arábia, como en pocas películas en el cine contemporáneo, escenas que logran consolidar, con sensibilidad y sencillez, momentos de una profunda significación acerca de la fraternidad entre pares. La lectura colectiva de una carta familiar o el placer que puede promover la simple melodía de una guitarra refrendan de inmediato el carácter de amistades si bien efímeras, inolvidables. La llegada de Cristiano a la fábrica y, fundamentalmente, la conquista de una práctica siempre inalcanzable para hombres de su clase, le procurará la oportunidad inédita de pensar –se– y comprender así su destino. Una noticia: en Arábia no habrá lugar para el miserabilismo ni la solemnidad. Tampoco para el gesto cruel que tiene como único designio alcanzar la conmoción cándida del espectador. El pequeño gran film de Dumans y Uchoa desestimará por completo la tentación del estereotipo y la idealización romántica de la pobreza. Su puesta en escena es ajustada, firme en su convicción –desde luego cinematográfica, por supuesto política– de aproximarse con prudente distancia a la realidad de los que nunca escriben. Es, a su discreta manera, un film épico. Una película tan importante y potente sobre nuestro tiempo que conviene no perder de vista, a pesar de la escasa, escasísima, cantidad de salas concedidas para su exhibición.
Campusano: La perseverancia de un estilo El azote (2017), la nueva película de José Celestino Campusano (Vil Romance, 2008; Legión, 2009; Vikingo, 2011; Fango, 2012; El Perro Molina, 2014; Placer y martirio, 2015 y El Sacrificio de Nehuen Puyelli, 2016), expone en primer lugar y antes que nada la manifestación concreta de una convicción irrenunciable. La evidencia de una idea precisa sobre el cine y sobre la forma de llevarla adelante. Perseverancia que permite identificar de inmediato las marcas de una poética –y, en consecuencia, un universo de representación– muy particular y en pleno desarrollo. Campusano vuelve a detener su mirada en los desclasados, en aquellas personas que por la lógica íntima de un sistema no poseen ninguna oportunidad de alcanzar una existencia digna y que intentan, como pueden y durante el tiempo que les sea posible, sobrevivir en los márgenes. Como en su película anterior, la historia no sucederá en el conurbano –escenario frecuente y fundante de su cinematografía–, sino en el suburbio más pobre de Bariloche, en los asentamientos precarios de la zona de El Alto, a buena distancia del paisaje más pudiente y privilegiado que ofrece la perspectiva del turismo vernáculo. El protagonista de la historia es Carlos Agustín Fuentes (Kiran Sharbis), a quien llaman, a pesar de su voluntad, “El murciélago”, apodo que le pusieron cuando tocaba en una banda de heavy metal y que compone junto a una especial manera de vestirse y una forma particularmente sensible de ver el mundo a un personaje característico del cine de Campusano. Carlos trabaja en un Centro de Asistencia para menores judicializados. Su compromiso y preocupación sobre la situación de vulnerabilidad, extrema violencia y desprotección que sufren los jóvenes y chicos que llegan al establecimiento es permanente. Una dedicación casi exclusiva que le traerá problemas con Analía, su mujer, cansada de tener que ser ella la encargada de cuidar a una madre enferma. Carlos va a ocupar todo su tiempo en ayudar a Javier, un joven con problemas de adicciones, enviado allí por un juez de turno. En una de las mejores secuencias del film, Javier va a contar su historia, sus “viajes de gira” con amigos y familiares, la promiscuidad que se establece entre ellos, el riesgo cierto y constante de muerte. La ejecución visual de ese relato es fantástica. Carlos también acompañará a Luis, un niño que ha padecido abusos en el interior de su propia familia. Afuera y adentro de la institución va a irrumpir la violencia como una forma de expresión incontrolable entre quienes la han sufrido desde el comienzo de sus vidas y quienes la ejercen desde distintos lugares de poder, incluso desde la intimidad de la propia organización familiar. No obstante, la forma que Carlos emplea para ayudarlos será completamente diferente al proceder habitual de la institución a la que pertenece, la cual suele funcionar la mayor parte de las veces como un eslabón más en la cadena de complicidades que aseguran la continuidad invariable de una realidad miserable. Buscará dialogar con ellos, escucharlos y tratar de hacerles comprender la necesidad de correrse de una trayectoria que no tiene otro horizonte más que la calle, la cárcel o la muerte. La comprensión de lo que sucede alrededor del protagonista se proyectará como una clave de sentido del film de Campusano. En varias oportunidades, Carlos va a visitar a una vidente que le permitirá pensar su propia vida en el contexto en el que transcurre. La película va a confirmar la capacidad narrativa de Campusano. A su vez, dejará traslucir la persistencia de un estilo único, cada vez más ajustado y definido fundamentalmente por la decisión de ocuparse de un espacio social preciso, el uso de actores no profesionales, la estilización de sus parlamentos. El azote se propone así narrar el proceso de significación y toma de conciencia de un hombre que decide en soledad enfrentar a los responsables de conservar un orden perverso.
Otra forma de comunidad “Los seres humanos son como animales. Sobrevive el más fuerte”, va a expresar Meinhard, protagonista y gran personaje de Western (2017), la extraordinaria tercera película de la cineasta alemana Valeska Grisebach (Mein Stern, 2001; Sehnsucht, 2005). La respuesta de su interlocutor, en una escena inolvidable por su significación política, va a conseguir quebrantar por un momento su desdichada situación de existencia. Tan solo un gesto que promueve la posibilidad inesperada de una comunicación afectiva entre dos personas de nacionalidades distintas y que logra agrietar la férrea disposición de una forma de pensamiento dominante. La infracción transitoria de una ley –“La ley del más fuerte” es el subtítulo de la película– que tiene como exclusivo propietario al hombre. Grisebach se va a acercar al universo masculino, va a indagar sobre sus mecanismos, las convenciones que rigen sus comportamientos y que dejan entrever la correspondencia íntima entre la masculinidad y el proceder nacionalista. Y lo va a hacer sin enunciar en ningún momento sus intenciones, sin explicarlas ni subrayarlas. El drama reducido a su expresión mínima. Una narrativa de pocas palabras, más bien pequeños gestos, en donde reina sobre todo la sugerencia, la insinuación. Tan pocas palabras como las que va a formular Meinhard (Meinhard Neumann) durante el transcurso de la historia. Un hombre insondable y solitario –su mirada es un secreto–, exsoldado alemán en las excursiones imperialistas de Alemania en Afganistán, África e Irak. Meinhard trabaja junto a un grupo de obreros alemanes en la construcción de una central hidroeléctrica en una reserva natural de Bulgaria. La instalación del campamento germano en territorio búlgaro va a ser recibida por la población como una intrusión sospechosa que remite a una ocupación previa. Un incidente con una mujer de la zona va a acicatear una convivencia problemática. La relación de poder que se establece entre unos y otros será señalada con cautela. La mujer se convertirá en la manifestación más concreta de una disputa por el espacio. La prepotencia y la (im)potencia aparecerán como señales precisas de una virilidad en juego. Cuando comiencen las tareas de preparación del terreno, los trabajadores alemanes instalarán, acaso como provocación, tal vez como signo irrefutable de pertenencia y propiedad, una bandera de su país. Se moverán en grupo; la nacionalidad los reúne, define su identidad. Sin embargo, Meinhard se mantendrá al margen, va a prescindir de esa “comunidad imaginada”. Como un outsider, como un superviviente sin lugar donde asentarse –“No hay nada que me haga quedar en casa”, va a expresar en algún momento–, intentará relacionarse con los habitantes del pueblo. Aproximación que será gradual y dialéctica, entre la aceptación y la resistencia. La actitud de Meinhard será observada con recelo por parte de sus compatritotas. Especialmente por Vincent (Reinhardt Wetrek), el jefe de la cuadrilla. El enfrentamiento entre ambos, contenido y sutil, sin necesidad de remarcar a partir de la exposición manifiesta de una violencia explícita, organiza el desarrollo de la trama. En Western todo sucede a un nivel subterráneo. La tensión es encubierta. Grisebach exhibe un manejo notable del tiempo. Un relato que avanza con prudencia, sin apresuramientos ni sobresaltos. Las formas y los tópicos del género que el título del film advierte es reapropiado con inteligencia, en tanto que presenta un conflicto entre hombres –que revela, a su vez, el lugar que tiene la mujer en esa contienda–, desde una perspectiva singular, tan singular como un baile extraño. Una perspectiva que deja abierta la posibilidad de una forma diferente de reunión en la que estos hombres puedan, a pesar del lenguaje, comunicarse. O mejor dicho, para que puedan imaginar otra forma de comunidad. Gran película Western.
Un error del destino Una balada triste inaugura El motoarrebatador (2018), primera película en solitario de Agustín Toscano (en 2013 realizó Los dueños junto a Ezequiel Radusky). Una canción (“844”, del cantante y compositor Maxi Prietto, encargado de la banda sonora) que no solo inaugura y acompaña la primera escena del film, sino que a su vez anticipa como leitmotiv el tono antiheróico de una historia que comienza con la ejecución violenta de un atraco. Un robo que efectúan dos motoqueros sobre una mujer que sale desprevenida de un cajero automático. La inesperada resistencia que va a asumir la mujer, aferrada como puede, con todo su cuerpo, a la cartera que le intentan sacar, va a sugerir un origen social y anunciar al mismo tiempo hacia dónde se va a dirigir la atención de Toscano. Casi todos los personajes de la película van a pertenecer a la clase más baja de la sociedad. Los representantes de otros grupos sociales van a permanecer en absoluto fuera de campo. La escena inicial es notable por su precisión y economía formal, porque logra registrar con eficacia la velocidad y la violencia en la que acontece el asalto. Una vez consumado el robo, la sensación de haber cometido un exceso va a perturbar al conductor de la motocicleta, quien se verá ante la necesidad de buscar a esa mujer y averiguar sobre su estado incierto de salud. Su nombre es Miguel (Sergio Prina) y es el desdichado protagonista de la película. Miguel no tiene trabajo, tan solo es propietario de una moto con la que realiza los robos junto a un compañero. Cuida a su hijo después del jardín y lo lleva a la casa de su exmujer, con la que mantiene una relación complicada. Ella se queja de que pierde el tiempo y no hace nada. Miguel no tiene dónde dormir. La desconfianza sobre su persona es permanente y el motivo no es otro que su ubicación en la sociedad. Las miradas que le dirigen reafirman una posición que pareciera inalterable. La forma en que lo observa una joven doctora o una vecina indiscreta no hará sino consolidar el lugar de la sospecha. Sin embargo, el reencuentro con Elena (Liliana Juárez), la mujer a la que había asaltado a la salida del cajero, y a partir de un acontecimiento fortuito que conviene no revelar, le ofrecerá una oportunidad de modificar su situación. Entre ellos construirán paulatinamente un vínculo sostenido por un conocimiento supuesto de sus vidas, por cierta complicidad silenciosa. Toscano va a trabajar muy bien la ambigüedad. Especialmente, el suspenso y la comicidad que la ambigüedad de su relación suscita. En ningún momento el film va a enfatizar dramáticamente lo que le ocurre al personaje principal. Por el contrario, el humor será un componente esencial en muchas escenas. El relato transcurre en un suburbio pobre de San Miguel de Tucumán. Un territorio hundido en el conflicto. La policía está de paro y se producen saqueos masivos en distintos comercios. Su reproducción televisada va a revelar, por un lado, la forma de consolidar mediante un determinado orden de representación una imagen uniforme e interesada de las clases populares. Por otro, la presencia un tanto excesiva de la pantalla en la trama va a evidenciar una voluntad manifiesta, acaso demasiado explícita, de situar la historia en un contexto de violencia social más amplio. Exceso que va a atentar contra una disposición narrativa más bien sustentada por un guion que se afirma en gestos mínimos y diálogos precisos, en silencios y miradas furtivas. Un pequeño problema que la película va a resolver mejor en una escena notable que muestra un saqueo desde adentro, en el interior de un supermercado. Una cámara de seguridad va a capturar abiertamente al protagonista y va a ratificar así una realidad de la que no puede escapar. Casi como un western tucumano, o como un blues maldito, El motoarrebatador presenta la historia de un hombre que busca alterar su fortuna, aun cuando gire en falso, aun cuando la corriente de la desventura lo arrastre. Un hombre que accidentalmente logra vislumbrar un error en el plan de su destino que promueve la posibilidad de entrever otra forma de vivir.
El cine como aventura La fascinación que ejerce Wes Anderson en cada una de sus películas es, casi podríamos asegurar, inmediata. Como si fuera poco probable o incluso imposible prescindir de su encanto. No hace falta más que relevar el tipo de adjetivación que cada nueva propuesta del director norteamericano suscita en el espectador, en la crítica, en todos. El deslumbramiento: la reacción pareciera ser unánime e inevitable. En todo caso, el cine de Anderson evidencia, en primer lugar y antes que nada, una certeza difícil de contradecir: contar una historia es una aventura y el fundamento de su eficacia reside en el trabajo obsesivo en la puesta en escena. Una preocupación elocuente sobre la forma cinematográfica. Si detrás de una obsesión siempre es posible reconocer una idea, lo que hace el cineasta podría ser definido a partir de la siguiente: la narración de una historia es, fundamentalmente, una aventura formal. Como un artesano que interviene sobre el material específico de su práctica y que no persigue otra cosa que la forma más apropiada –o más conveniente– para su relato. Anderson es un cineasta notable por ese motivo, justamente por la idea que (pre) anuncia su tan aludida obsesión. Isla de perros (2018), su última película, en donde incursiona por segunda vez en la animación en stop motion (Fantastic Mr. Fox, en 2009, fue su antecedente), funciona como paradigma perfecto de su laborioso quehacer como director, aun cuando puedan marcarse pequeñas diferencias. El film presenta una historia distópica que sucede en Japón, veinte años en el futuro. Esta vez los protagonistas, como señala el título, son perros. “¿Qué pasó con el mejor amigo del hombre?”, se pregunta uno de ellos en el prólogo del film. Su pasado es sombrío: durante mucho tiempo han sido perseguidos por la dinastía Kobayashi, eternos dueños de la tierra y –peor aún– amantes de los gatos. Han sufrido sucesivas masacres, no obstante han podido sobrevivir y hasta se han multiplicando. Y sin embargo, en una nueva instancia de padecimiento, sufren un brote de gripe y Kobayashi (con la voz de Ken Watanabe), el alcalde de la ciudad ficticia de Megazaki, los expulsa a una isla de basura. La población, desesperada, traiciona a sus mascotas y acepta la expatriación. Meses después de la medida, la isla de basura es tierra de nadie. Los perros vagabundean en pandillas y pelean por restos de comida. Un grupo aparece en primer plano: un perro callejero llamado Chief (con la voz de Bryan Cranston) y cuatro mascotas: Rex (Edward Norton), King (Bob Balaban), Duke (Jeff Goldblum) y Boss (Bill Murray). Las escenas que muestran su convivencia son geniales. La forma de ver el mundo del perro callejero difiere de la de sus adiestrados acompañantes. Chief muerde, es carroñero, un sobreviviente que no confía en los humanos. Las mascotas, a pesar de la traición de la que han sido víctimas, conservan su comportamiento servil hacia sus amos. La llegada de Atari, un joven pupilo de Kobayashi, que viaja clandestinamente a la isla para buscar a su perro guardián, modifica la complicada cotidianeidad de los canes. Tienen a partir de entonces un nuevo desafío: ayudar a un niño de 12 años a reencontrarse con su ser más querido. Desde el comienzo, desde la primera escena, la historia va a conquistar y mantener, sin problemas, un ritmo sostenido. Así y todo, en relación con otras películas del mismo director, el ímpetu casi adrenalínico, y a veces un tanto exacerbado, resulta apaciguado por escenas de cierta calma y silencio. En particular, aquellas que se detienen en la exposición de la melancolía y la tristeza de los perros. O cuando cuentan su pasado o inician un posible romance. Sus gestos, sus miradas, los ojos. La atención al detalle como marca reconocible de una poética. La capacidad narrativa de Wes Anderson es manifiesta. En ningún momento el film acudirá al subrayado ni al énfasis dramático. El diálogo ingenioso y el humor sustentan la composición de una historia emocionante. Lo antedicho: Isla de perros exhibe un diseño visual deslumbrante. Anderson juega con diversas formas y colores de la cultura japonesa (el cine de Kurosawa es, desde luego, una referencia insoslayable). Porque contar una historia también podría ser esto: una aventura en donde el juego ocupa un lugar predominante y en donde la disposición al mensaje permanece finamente controlada. El carácter alegórico del film –que cualquier otra película no tardaría en explotar sin vergüenza– se reducirá a lo que la historia por sí misma exige. Al momento en que los desterrados de un sistema autoritario deciden tomar con sus propias manos –más adecuado sería decir: con sus cuatro patas– el futuro y pelear todos juntos por una transformación.