Cuando salí de ver La llegada, tuiteé un poco en broma “que vuelvan los viejos y queridos aliens que solo querían exterminar a la humanidad”. Es que la anteúltima película de Denis Villeneuve era bastante solemne. Aún así me había gustado: hay cierta costumbre entre los críticos (al menos los argentinos) de celebrar la liviandad y desdeñar la solemnidad. Quizás sea como una reacción a cierta vieja escuela que ensalzaba el cine de Bergman y Antonioni.
Pero la solemnidad es una propuesta válida como cualquier otra, y en Blade Runner 2049 Villeneuve sigue por la misma senda. Claro que en este caso se apoya en un peso pesado de la ciencia ficción como la Blade Runner de Ridley Scott, quizás el arquetipo de película distópica, que con el tiempo ganó un prestigio a mi juicio un poco exagerado.
La gran virtud de la Blade Runner original, virtud que le pertenece toda a Scott, es el clima neo-noir tan novedoso para la época. En cuanto al argumento, pareciera que se le escurre de las manos: la idea de la humanidad de los Replicantes, y por lo tanto de algo más profundo y existencial como qué es y dónde está el alma, pasa un poco por el costado. Por eso florecieron las fan theories acerca de si Deckard (Harrison Ford) es humano o Replicante. Como si los fans quisieran exprimir al límite el poco jugo que la película da al respecto.
Pero 35 años después, Ridley Scott (acá productor) y Hampton Fancher (acá guionista, también lo fue de la original junto a David Webb Peoples, que adaptaron la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) entienden perfectamente de qué se trata la película que hicieron, y me animo a decir que en un punto son conscientes de lo que le faltaba. O quizás solo sea natural que una secuela, con su necesaria ampliación de la mitología, tienda a bucear más profundamente en los temas que en la original solo se insinuaban.
En Blade Runner 2049, el héroe es directamente un Replicante. En el año 2049 (30 años después de los hechos de la película original), la Corporación Wallace desarrolló un nuevo modelo de Replicante, más obediente que el anterior. K (Ryan Gosling) es uno de ellos, que trabaja como Blade Runner: es decir, es un Replicante que busca y liquida modelos viejos de Replicantes. Alguien que mata a los de su propia especie. En una misión, encuentra unos huesos enterrados. Los análisis dicen que le pertenecen a una Replicante mujer que murió dando a luz. ¿Los Replicantes pueden concebir? K, bajo las ordenes de su jefa, la Teniente Joshi (Robin Wright), tendrá que buscar a ese hijo o hija y, muy especialmente, al padre. La empresa está atravesada por los propios dilemas existenciales de K, que al fin y al cabo son el alma de la película: ¿qué soy?, ¿puedo amar?, ¿soy libre?
Es difícil imaginar cómo puede encararse esta historia sin la solemnidad pertinente, y Villeneuve al mando resulta la elección perfecta. En primer lugar, porque su trabajo junto al del extraordinario director de fotografía Roger Deakins (que ya había colaborado con él en Sicario y La sospecha) es deslumbrante. Sin atarse al neo-noir de la original, Villeneuve y Deakins construyen un futuro asombroso repleto de hologramas y escenarios arquitectónicamente imposibles.
Pero además, porque logra llevar adelante la compleja historia imaginada por Fancher manteniendo el interés por casi tres horas. Y aunque en el último tercio aparece Harrison Ford y de alguna manera aliviana la solemnidad general, el resultado total es agotador en el buen sentido: después del último plano, cuando la pantalla funde a negro, en la sala se escuchó una exhalación, como si todos hubiéramos estado conteniendo la respiración.