Deslumbrante espectáculo visual rico conceptual y narrativamente
Que Hollywood anda revolviendo el baúl de la década del ochenta en busca de la esencia perdida ya no es ninguna novedad. Ya queda poco por extraer, pero hay obras que ante la posibilidad de ser revisadas y relanzadas generan tanta expectativa como escepticismo. “Blade Runner”(Ridley Scott, 1982) es sin dudas una de ellas.
En su época la respuesta del público fue escasa en todos lados, pero todo ese público la convirtió en una película de culto porque realmente se había logrado captar no sólo la médula del cuento de Philip K. Dick, en la cual se basaba el guión (“¿Sueñan los androides con ovejas artificiales?”), sino que también logró en su texto cinematográfico e imágenes uno de los preciados objetivos de la ciencia ficción: una visión futura como consecuencia del presente y, por carácter transitivo, una reflexión filosófica y profunda sobre el ser humano. En aquel final inolvidable, un “Replicante” (ciborgs de inteligencia artificial diseñados para distintas tareas) superaba al ser humano creador al perdonarle la vida a Deckard, el Blade Runner (así se llaman los policías encargados de eliminarlos) que lo perseguía. Una de las escenas más poéticas de la historia de éste género que daba a entender que la peor consecuencia de la muerte es la pérdida de los recuerdos.
El estreno que nos ocupa vino precedido por lo menos de tres antecedentes promisorios: Ridley Scott en la producción, Michael Green y Hampton Fancher en el guión (éste último también escribió la original), y Denis Villenueve detrás de cámara. Un combo explosivo que en “Blade Runner 2049” entrega una mirada extendida sobre aquella idea de antaño.
Treinta años después de los hechos precedentes la corporación de Niander Wallace (Jared Leto) ha comprado la vieja empresa Tyrrell para relanzar la fabricación de robots inteligentes, y recuperar la capacidad esclavizadora perdida un par de siglos atrás, capacidad que, por cierto, había originado la rebelión de esos androides. “K”, o Joe más adelante, (Ryan Goslin) está encargado de “retirar” y borrar todo rastro de los últimos ejemplares. Pero en ese encargo encuentra restos, aparentemente humanos, que sirven como nexo para revelar la verdadera intención del dueño de la nueva empresa: dar con el último descubrimiento del viejo Tyrrell, el único eslabón perdido con el cual se llegaba a la total perfección en la creación de inteligencia y (a esta altura es bueno decirlo) emoción artificial. Un secreto guardado que de darse a conocer tornaría a los replicantes en seres claramente superiores.
Pero estamos frente a una película de Dennis Villenueve, ergo, la manera de hallar ese secreto está regado de pistas y vericuetos. En “Incendies” (2010), los hijos de una madre debían desandar el camino que los llevaría a descubrir una terrible y trágica verdad familiar. En “La llegada” (2016), una experta en lenguajes es la que va descubriendo un don para desentramar su camino a la maternidad. En este caso, “K” (preferimos Joe, mejor), Joe es un replicante con memorias implantadas, o por lo menos él cree eso. En un recuerdo de niño yace la llave, tanto para él como para el resto de los personajes que giran alrededor y que, junto con el espectador, van agarrando los indicios como si fuesen las migas de pan de Hansel y Gretel. Precisamente, la búsqueda de la identidad relacionada con ausencia de pasado, y la eterna necesidad de identidad familiar, de pertenencia, son los ejes dramáticos sobre los cuales se sustenta todo el argumento.
“Blade Runner 2049” no sólo propone una vía alternativa a la historia original, sino que se toma fuertemente de la mano del planteo existencialista de Philip K. Dick al punto de parecer que él mismo escribió la continuación de su cuento y, por cierto, justifica plenamente esta secuela.
Más allá del contenido y de la aparición de viejos conocidos el ritmo narrativo, la estética decadente de un futuro apático y sombrío, la dirección de arte y el prodigio fotográfico del genial Roger Deakins con la espectacular banda de sonido de Hans Zimmer y Benajmin Wallfich (inspiradísimos en la de Vangelis de antaño), hacen de ésta obra un espectáculo visual conceptual y concordante con la primera. Como si se hubiesen propuesto que el espectador sea como alguien que vuelve al viejo barrio después de mucho tiempo. Y así se ve esa ciudad de Los Ángeles, tanto en las alturas como en el sub mundo y sus calles oscuras, siempre teñidas por el manto lluvioso. Una ciudad dominada por el idioma y los productos japoneses, además de hacinados inmigrantes rusos (parece que volvió la Unión Soviética y “es feliz”). No será el único detalle con el cual los fanáticos se podrán encontrar.
Hay respuestas para todas las preguntas, incluso para aquella brillante escena en la cual Joe le pregunta a Deckard si el perro que tiene es real. Vaya al cine y averigüe.