Año 2020. Parece mentira. En agosto van a ser 46 años del estreno en Argentina de “El exorcista” (1973) y, salvo un par de honrosas excepciones. todavía no apareció un sólo producto capaz de salirse de ese universo de posesiones sin caer en la copia burda y tilinga. No sólo de la resolución de las escenas de truculencia, sino de la copia de diálogos y hasta de roles. Ejemplo de esto es el estreno online de “Los rostros del diablo”, producto de Corea del Sur que padece como nadie la carencia de ideas en este sub-género (pero insisten eh?, eso no se les puede negar) Empezamos mal. Lo primero que vemos es un cura surcoreano católico en plena Corea del Sur actual. Choca ese intento de instalación de verosímil en un país en donde el 60% de la población es prácticamente atea o no muestra interés religioso alguno, y del resto, más de la mitad son budistas y lo que queda para repartir se divide en protestantes, musulmanes, etc. O sea, la religión católica casi no existe, pero ahí va el director y guionista Hong-seon Kim decidido a instalar que sí, y hasta un alzacuellos consiguió para el vestuario del protagonista. Es más, hacia la mitad del metraje vemos un cónclave lleno de sacerdotes y sacerdotizas surcoreanas en una escena bastante ridícula por la falta de contexto para hacerla creíble. Es como ver un Hare Krisna en nuestro barrio de Mataderos. No es que no pueda haber, pero... Y sobre este paño se juega el guión. Seguimos peor porque al cura Joong-soo (Sung-Woo Bae) las cosas no parecen salirle del todo prolijas. En el exorcismo que practica ni bien comenzamos, la piba de ojos amarillos se le escapa de las manos y queda ensartada en unas rejas de la planta baja. Tiempo después una familia se muda a la misma casa y el demonio no tarda en manifestarse. Papá, mamá, tres nenas y un nene. nada menos, cuyos cuerpos van siendo "habitados" hasta que se aloja en uno de ellos. Una casa de dudosa practicidad en su construcción al punto de hacer bastante difícil la composición de los cuadros y determinar la profundidad de campo. No debe haberla pasado nada bien el equipo técnico de esta producción. Situaciones mal construidas, estiradas como para que el último espectador que no se haya quedado dormido a los 20 minutos se dé cuenta de todo lo que va a pasar. Y pasa. Claro que pasa. La familia empieza a atacarse mutuamente, nadie entiende demasiado y los gestos de estupefacción son contagiosos desde la pantalla pero por razones distintas. El texto cinematográfico pareciese querer ir por el lado de las culpas para explotar los costados débiles del ser humano, algo que hacía muy bien el texto original de William Peter Blatty sobre el cual se basa "El exorcista" pero que aquí se pierde, se diluye en el atolondre general del montaje. Voces distorsionadas por el equipo de edición de sonido, sangre vomitada, humito, cruces, agua bendita, vociferación de oraciones sagradas, agua bendita, etc excepto el aire acondicionado para que los actores tengan frío en el set y respiren vapor se trajeron del set de William Friedkin, todo el resto para ponerlo acá. "Les haré arrancarse los corazones y mostrármelos", "te voy a mostrar lo que es el dolor", "arrodillate ante o mí o desaparece" y amenazas por el estilo son sólo algunos de los plagios que se ven, y escuchan, en los rostros del demonio de ojos amarillos (¡ah!, porque los ojos en Corea del Sur se ponen amarillos cuando los posee Belcebú). Hay menos contorsiones de cuerpo, es cierto, y las camas no se elevan porque se chocarían con los techos bajos que tiene la casa, pero lo demás está todo. Cuando el espectador sienta que ya no puede estirar más la boca para bostezar, lo espera un desenlace que tiene el tupé de transitar por la vereda del sacrificio. Pero acá ya casi nada importa. La buena noticia es que la pandemia evitó que esto se estrene en cines.
En la introducción de este estreno online tenemos una panorámica de un sector destruido de una ciudad totalmente cubierta por la nieve. Alguien corre y soldados de un futuro (¿cercano?) lo persiguen a balazos. El héroe tiene un compañero con quién entabla un rápido diálogo. Un diálogo que, vuelto a la realidad, los encuentra sentados en el banco de un aula de colegio secundario. En verdad, Raphaël (François Civil) está escribiendo un cuento llamado "Zoltan" (el paladín que vimos en los primeros dos minutos) pero que no quiere dar a leer "hasta que esté perfecto" según le dice a Félix (Benjamin Lavernhe), su amigo y compinche de toda la vida. Segundos después Raphaël conoce a Olivia (Joséphine Japy) en una recóndita habitación del colegio en donde ella se encuentra tocando el piano sola porque no desea ser escuchada "hasta que suene perfecto". Adivine qué pasa entre estos dos… La introducción de Un amor a segunda vista remite a aquella Tras la esmeralda perdida (Robert Zemeckis, 1984) y si bien aquel ya clásico se codeaba más con Indiana Jones que con el drama urbano, ambas son una historia de amor. Dentro del contexto de la típica comedia romántica sobre chico-conoce-a-chica el filme se toma la licencia de contar toda esta historia de amor durante los títulos. Se conocen, salen, se ríen, juegan, hacen el amor, van creciendo en sus proyectos individuales o sea, él pega un superéxito editorial y ella se convierte en una excelente pianista de concierto. Cuando el montaje, veloz por cierto, llega a su fin es cuando arranca la parte de esta historia que el director realmente quiere contar es decir, tal como sucede en los cuentos de hadas (y este casi que lo es) hay un despertar en el cual la realidad se ve completamente cambiada. Luego de una noche de "discusión", Raphaël despierta en otra casa, otro lugar y la circunstancia de todos los personajes que vimos hasta ahora, están modificadas. La pareja no existe, la fama tampoco y ahora deberá ver de qué manera resuelve este intríngulis. Un amor a segunda vista se apoya en un argumento que se codea con las realidades alternativas que a su vez encuentran su razón de ser en buscar una respuesta posible a la pregunta "¿Qué pasaría si...?" y ese eje es por donde transita esta aventura. Una comedia que como suele suceder en el cine francés, aún en el más burdo y comercial, trabaja mucho más sobre los personajes para poder llegar al justificativo de sus acciones y por ende, necesita de un buen elenco. François Civil, Joséphine Japy y Benjamin Lavernhe ofrecen el talento y la frescura necesaria para que la lograr la empatía con el espectador y se sobreponen a los clichés que este tipo de producciones tiene (y necesita tener, claro). Por otro lado, y sin pretender inventar la tostadora eléctrica, Hugo Gélin aborda su tercer largometraje con la solvencia de saberse ocupado en el costado humano de sus personajes como ocurría con Dos son familia (2017) y también su opus anterior en el cual hablaba de la amistad. Es cierto que uno debe hacer algunas concesiones si desea continuar y se enganchó con los personajes. No hay una explicación de por qué la realidad cambia de un día a otro y sucede lo que sucede porque el guión simplemente omite hacerlo, entrando así en un terreno bastante riesgoso. También hay falta de reacción en algunas situaciones que nos llevan a dudar si el protagonista es pudoroso o tonto lisa y llanamente. Esa carencia de reflejos, teniendo a la chica frente a frente y con tiempo suficiente, dilata el relato y le quita sorpresa pero de nuevo, es gracias al elenco que el barco sigue a flote. A los efectos del entretenimiento, será conveniente no hacerse tantas preguntas y prenderse a las virtudes de Un amor a segunda vista que en definitiva es eso: otra historia de amor.
Este es el tipo de producción que nuestro benemérito editor usaría para ejemplificar cómo los elementos de un género pueden ser utilizados en otro, e igualmente funcionar en forma genuina. Si dijésemos que “La biblioteca de los libros olvidados·” trata de alguien que, contrario al sentir de la opinión pública, se pone a investigar el misterioso origen de un best seller escrito por hombre muerto hace dos años; cualquiera que piense que es un policial estaría muy cerca de acertar. Es que en realidad el director francés Rémi Bezançon aborda este guión. coescrito junto a Vanessa, como una comedia mordaz sobre la industria editorial y a la vez un sentido homenaje al género policial. El argumento en realidad comienza con una joven pareja. El, escritor con expectativas frustradas; Alice (Daphné Despero), asesora editorial. Un día de visita en un pueblo, un lugareño señala que en una escuela hay una oficina de libros rechazados en la cual ella descubre un manuscrito que considera excepcional. y cuyo autor, un tal Henri Pick, fue un pizzero fallecido dos años atrás. Lo edita. y claro, se convierte en un best seller inmediato. En una entrevista a la viuda, todavía shockeada por el éxito de la publicación póstuma, revela que no sólo nunca vio a su marido escribir sino que tampoco lo vio leer. Además de ser entrevistador en un programa de TV que es referente en cuando al mundo de los libros, Jean-Michel Rouche (Fabrice Luchini) es un crítico de paladar negro y muy conocedor de la industria. Su cinismo lo lleva a sospechar, en vivo, que este libro es un fraude y que hará lo imposible para demostrarlo. El manejo de los tiempos del realizador, pero sobre todo algunas referencias que aparecen a partir del segundo acto, nos sumergen en una investigación hasta las últimas consecuencias, porque si algo tiene este estreno es intriga, misterio, y una buena dosis de diálogos punzantes conformando una de esas comedias que ostentan algunas pinceladas de ese viejo cine francés que corrió paralelo a la Nouvelle Vague, más cerca de lo popular que de la elite intelectual pero que, sin embargo. amalgama algo de ambas corrientes. El trabajo de Fabrice Luchini está lleno de matices que cobran distintos colores conforme crece el relato, y la dupla con Camille Cottin funciona de maravillas. No conviene adelantar más de la trama; pero sí destacar que la misma se mece de un lado a otro llevando al espectador a cambiar de preferencia por los personajes hasta el final. Subyace en el libreto una crítica al sistema editorial y a la picadora de carne que suele dejar de lado los escrúpulos perdiendo el sentido de su razón de ser. Más allá de eso, que claramente no es el objetivo principal de la película,”La biblioteca de los libros olvidados” se disfruta como lo que es: una buena entrega del cine francés.
Ya sabemos cómo funciona la industria yanqui. Al igual que en la época de la fiebre del oro, cuando encuentran una veta la explotan hasta agotarla. El cine no es la excepción, así que con la irrupción de Marvel en este siglo (que vendría a ser la mina de oro principal digamos). todos los buscadores van al río de la historieta y la novela gráfica a ver si encuentran algo que de guita. Flash, Superman, Batman, X-Men, Avengers, Sin City, 300... Hasta ahí, historieta más, historieta menos, podemos decir que todo esto es una máquina de hacer guita, y como todos allá quieren aunque sea una migaja de la torta, nos espera una larga lista de quién-catzo-lo-conoce haciendo cola para ver la luz en la pantalla grande (si el COVID-19 lo permite, claro). En el caso de Bloodshot se trata de una historieta creada por Kevin Van Hook, Bob Layton y Don Perlin allá por 1992 para la Valiant Comics, una compañia que fue cambiando de manos como veinte v eces hasta que se estabilizó, con lo cual también hubo varios relanzamientos de éste personaje. Hace poco firmaron para hacer (Dios libre y guarde) cinco películas, y aquí está la primera. Ray (Vin Diesel) es un soldado de elite a quien vemos incursionar intrépidamente en una misión con su pelotón. Terminada la misma, tasa tasa cada cual a su casa. En plena vacación con su mujer algo sale mal y un villano muy muy malo la mata a sangre fría y luego a él. Sin embargo, el Dr Emile Harting (Guy Pierce) y su equipo del Proyecto Rising Spirit lo resucitan para convertirlo en un super-soldado por cuya sangre circula una invención llamada "nanitos", que no sólo regeneran su tejido a lo Wolverine sino que le dan también una fuerza sobrehumana. Su memoria, supuestamente borrada, entrega trazos del asesinato de su mujer, así que cuando se acuerda de todo sale en busca de venganza. Este rejunte de ideas, un poco copiadas del guión de “Robocop” (1987) y el ya mencionado Wolverin,e se convierten en la excusa para que el director Dave Wilson de rienda suelta al despliegue de acción y efectos visuales que propone la estética del cómic original, en desmedro de la construcción de un personaje del que sabemos poco. No alcanzan cuatro tomas de un paseo en la costa italiana y una conversación intrascendente en la cama para construir el personaje protagónico, ni mucho menos un vínculo emocional con el espectador. Al dejarnos de importar (o que nos de lo mismo) si Ray se quiere vengar, o tocar el piano, o estudiar horticultura, seguir sus pasos se torna aburrido. Estamos entonces frente a otro de los tantos productos de acción imparable (de muy buena factura por cierto) que va en desmedro de la historia que se quiere contar. ¿El antagonista de todo esto? Bien, gracias. La tangente por la cual el libreto podría haber encontrado una fuente de interés es desperdiciada en lo anecdótico, es decir da la sensación que lo único importante es explicarle al público cómo funciona la tecnología, y así, tenemos un villano endeble pintado con brocha gorda. Al igual que las producciones de Michael Bay el interés de “Bloodshot” se pierde entre miles de balazos y piñas, y si bien hay público que sólo pide eso el hecho de que lleguen las secuelas asusta más que el coronavirus.
Una carta a la nostalgia por los tiempos mágicos y una caricia al aprendizaje Parece redundante decirlo cada vez, pero es que la frase "Pixar lo hizo de nuevo" le cabe regio al estudio del logo de la lámpara de escritorio pase el tiempo que pase. Por supuesto que puestas a comparar unas con otras habrá discrepancias entre cual, o cuales, son mejores, pero todo dentro de un universo que va de lo bueno a la excelencia, aunque habrá que quitar del canasto de los juguetes algunas secuelas. Nadie es perfecto. “Unidos” es la historia de Ian (Tom Holland) y Barley (Chris Pratt), dos hermanos elfos que habitan un lugar otrora lleno de magia, duendes, hadas y fantasía. pero que ha perdido todo eso en este presente aciago. Viven con su madre Laurel (Julia Louis-Dreyfus) que se desvive por ellos. Barley es un fanático del Rol Game, o Juego de rol medieval para ser exactos. Un experto en todo lo concerniente a la mitología de ese entretenimiento que alguna vez (¿antes de la globalización capitalista?) fue real en ese mundo alejado del presente. Pero además es confidente, seguro de sí mismo y lleno de amor atolondrado por su madre y su hermano menor. Ian es introvertido, tímido, carente de autoestima, y si bien quiere a su familia está en la edad de sentir cierta vergüenza cuando su vínculo está expuesto al resto de la sociedad. Ninguno de los dos, a su manera, ha podido dar vuelta la página respecto de la falta del padre, fallecido cuando ellos eran pequeños. En un regalo entregado por su madre los hermanos descubren un hechizo antiguo que al pronunciarlo les devuelve a su padre por el lapso de 24 horas, pero algo sale mal y sólo aparece la mitad de la cintura para abajo. Ambos tienen un día para obtener el elemento que complete el truco y poder volver a ver a su padre, y acaso compartir ese tiempo que nunca tuvieron cuando niños. De esta manera, al cuarto de hora de empezado el primer acto ya sabemos que esta aventura es como el boomerang del argumento de “Buscando a Nemo” (2003) en el cual era el padre quien iba en busca de su hijo. El fabuloso guión de Dan Scanlon, Jason Headley y Keith Bunin trabaja sobre el vínculo entre los hermanos de manera frontal y sin eufemismos. pero apelando a una fórmula que funciona desde afuera hacia adentro, es decir primero desde lo físico y luego hacia lo emocional, acaso como ocurre en la vida misma. Lo sutil de la historia va socavando de a poco hacia la emoción del espectador porque mientras todo va en dirección al encuentro de su papá, la vertiente profunda de “Unidos” es la de cómo Ian y Barley empiezan a conocerse entre sí, y eventualmente elegirse en este paso de la adolescencia a la adultez. Hay tantos guiños a J.R.R. Tolkien y al cine de los ‘80 (especialmente a Steven Spielberg, Joe Dante y Robert Zemeckis) que padres y madres criados en esos años tendrán con qué identificarse también en escenas que no conviene adelantar. Por supuesto que la estrella es la relación padre-hijo a la cual Dan Scanlon le rinde un sentido y emotivo homenaje. También hay lugar para reflexionar sobre la identidad y esa llama interna que se convierte en el propósito de estar aquí y ahora; todo al ritmo de una aventura que se fusiona claramente con el espíritu de las road movies y esos viajes iniciáticos que se resignifican con el paso del tiempo. El sentido del humor en “Unidos” está ya más emparentado con el humor que enormes dibujantes como Chuck Jones, Robert McKinson o, en menor medida, Tex Avery supieron endilgarle a los cortos animados de los ‘40 y ‘50, sin que por ello se vea afectada la calidad de los diálogos cuando estos profundizan el mensaje. Para una forma u otra, la banda de sonido de Jeff y Mychael Danna es fundamental. una preciosa composición. “Unidos”, menos perspicaz como traducción de su título original que sería "En adelante” o "De aquí en más", se constituye como una carta a la nostalgia por los tiempos mágicos (la imaginación en la infancia casi siempre es así), un tributo al sacrificio por el otro, y una caricia al aprendizaje frente a las carencias. Imperdible.
Un alegato político y contundente que invita a la polémica Si nos tomásemos de un axioma al estilo, "un clásico sigue siéndolo porque pasan los años pero sigue vigente en contenido y forma", entonces la reinterpretación de “Los miserables” de Victor Hugo será su película está temporada. Lejos ya de aquella multinominada versión de 2015 protagonizada por Hugh Jackman, Russell Crowe y Ann Hattaway, la lectura que aquí se hace del texto original no sólo permite indagar en la multiplicidad temática, sino también reflexionar sobre la profunda visión social que los autores consagrados de antaño tenían de su presente, y cómo llegado a este punto de la historia mundial las cosas siguen más o menos igual. "Lobo es el hombre para el hombre" escribió Plauto mucho antes de nacer Jesús, frase que luego sería revitalizada por Thomas Hobbes en su “Leviatan”. Es un buen acercamiento a lo que el guión de Ladj Ly, Giordano Gardelini y Alexis Manenti que sin tomar literalmente y a rajatabla el texto de Víctor Hugo, sino su barrio y la radiografía del submundo humano, logran resignificarlo para contar las miserias y crueldades del ser humano contemporáneo. A Stephane (Damien Bonnard), un policía que todavía oscila entre lo novato y lo idealista, lo trasladan a París para formar parte del escuadrón anticrimen. Ahí conoce y se vinculará eventualmente con dos de sus nuevos compañeros: Chris (Alexis Manenti), más conocido en el violento barrio como el Chancho Rosa, ultra racista y cruelmente indiferente a las carencias, y Gwada (Djebril Zonga), hombre de origen musulmán, ya muy lejos de sus creencias y mucho más de sus coterráneos, que prefiere golpearlos antes que saltar en su defensa. Pero antes de entrar en trama, el director se despacha con una pequeña y demoledora secuencia que se desarrolla en las calles de París durante los multitudinarios festejos por la obtención de la copa del mundo en el mundial 2018, acaso análogo al momento del festejo en el Obelisco en nuestro mundial ’78. Esa euforia genuina no es sino con dejo de hipocresía estatal y política a partir de entender que ese momento es compartido por todos a la par y sin distinciones. El pueblo unido bajo una misma bandera a la cual todos idolatran y cantan, incluyendo los tres chicos inmigrantes de origen musulmán que se entremezclan entre la gente y hacen propia la alegría, aunque los miren de reojo. Terminados los festejos la vuelta a la realidad cotidiana es igual caótica, pero ahora más violenta y completamente desdesperanzadora. Planteada estéticamente al estilo Meirelles en “Ciudad de Dios” (2002) y, por qué no, a lo Danny Boyle en ese comienzo de “¿Quién quiere ser millonario?” (2008), “Los miserables” se aleja del relato de pareja (o mejor dicho trio) de policía bueno, policía malo y comienza a construir un espiral de impunidad que por sus capas de empeoramiento coyuntural remite a una suerte de infierno de Dante, cruelmente desproporcionado. Esa lectura social es la gran apuesta del realizador malí, quien de esto de los inmigrantes y refugiados sabe, y mucho. Por eso, la brutalidad racial e impune de la policía es mostrada no como piedra basal, sino como sublimación de la fragilidad frente a los distintos poderes y sistemas que acorralan al ser humano. Un alegato político y contundente que invita a la polémica.
Será insoslayable mencionar el bajísimo nivel de expectativas que generaba la llegada de “El hombre invisible” frente a la posibilidad de que siguiese el mismo camino que Universal se había trazado con el estreno de “La momia” en 2017. Los que aún tratan de olvidar esa traumática experiencia frente a la pantalla deberán salir de terapia y entrar en la sala un poco más tranquilos, porque peor que aquella no podía ser. ¿Sobre qué se podía a priori apoyar el espectador para ver este estreno sin ser fanático de los viejos monstruos (La momia, Frankenstein, etc)? No mucho. Como guionista Leigh Whannell ha creado dos sagas muy exitosas: “El juego del miedo” (“Saw”, 2003) y “La noche del demonio” (2010), o sea un enorme puñado de fórmulas repetitivas y truculentas. Como director fue culpable de “La noche del demonio 3” (2015), pero a su vez de una pequeña gema de acción – ciencia ficción no estrenada en nuestro país que se llama “Upgrade” (2018). Aún con escasísimos antecedentes, estamos frente a una de esas excepciones en donde los currículums quedan de lado para dar paso a uno de los estrenos del año dentro del género del terror. Terror psicológico si se quiere, pero sobre todo uno de esos ejemplos en los cuales este género se ofrece como la sublimación del drama con los elementos fantásticos aportando a la construcción de esa sublimación. Es difícil saber si desde un primer momento Leigh Whannell quiso hablar de violencia de género pero “El hombre invisible” lo hace, y si es por eso el gran monstruo ya no pasa a ser él, sino el hombre en general como parte de la posible lectura. Cecilia Kass (Elizabeth Moss) está viviendo una relación más que tóxica. Su vínculo con Adrian (Oliver Jackson-Cohen) ha llegado a un punto de dominación física y emocional a la cual esta mujer está decidida a rebelarse. Se refugia con su hermana y su mejor amigo James (Aldis Hodge), un policía que vive a su vez con su hija Sydney (Storm Reid). Allí trata de dilucidar qué hacer de su vida lo más lejos posible del infierno, pero la noticia del suicidio de Adrian trae al mismo tiempo alivio y descreimiento. La historia la podemos adivinar porque el científico se vuelve invisible (no hace falta aclarar aquí como) y planea llevar a las últimas consecuencias su instinto posesivo y obsesión de venganza. A partir de este punto el guión comienza a trabajar en dos ejes dramáticos: el espiral de deterioro que va sufriendo Cecilia a medida que los sucesos de violencia y acoso ocurren, y la construcción de un entorno que no sólo endilga paranoia a las advertencias de la víctima, sino también una creciente culpa por generar situaciones tensas e incómodas. Precisamente la misma situación que viven las mujeres sometidas y subyugadas por la violencia machista, primitiva e irracional, “El hombre invisible” se convierte en símbolo de esa indiferencia que sufren las víctimas de violencia de género. y el guión juega a la perfección esa dualidad desesperante entre la el silencio y la falta de escucha. Y lo hace de manera tal que el espectador jamás abandonará a Cecilia. Desde el minuto uno estamos con ella, pero el texto cinematográfico nos interpela desde otro lugar. ¿Qué hacemos cuando la desesperación se nos presenta en carne y hueso? ¿Cómo reaccionamos frente a las denuncias? Es cierto, cuando la película vuelve al género y se ocupa de los golpes de efecto que este necesita, algo de su poder dramático se diluye y algunas escenas regatean el verosímil. Por eso, “El hombre invisible", en este aspecto, no logra aquello que sí se puede ver en “Joker” (2019) Una amalgama perfecta entre un universo ficticio y la observación de fenómenos sociales. Así y todo, el ritmo narrativo, la generación de situaciones realmente escalofriantes por virtud del montaje. los efectos de sonido (que también son la gran estrella técnica en este estreno), y el estupendo trabajo (físico y emocional) de Elizabeth Moss, hacen que la realización asome la cabeza por fuera del género al cual pertenece y lo trascienda.
Aparentemente a todos les llega un momento de reivindicación en el mundo del cine porque estamos frente a otro exponente basado en hechos y vidas reales. Suponer que finalmente alguien le dio bolilla al guión de Destin Daniel Cretton, Andrew Lanham y Bryan Stevenson, sobre parte de la vida de éste último, tal vez obedezca a estos tiempos cambiantes. Es "conveniente" ahora, sí; pero antes era más necesario. Bryan Stevenson (Michael B. Jordan) es un abogado todavía inexperto (e idealista, claro) que decide asumir una suerte de misión al mudarse a una ciudad de Alabama para instalar su estudio, y tratar de apelar sentencias de muerte a convictos negros cuyo proceso ha sido como mínimo insustancial en términos de testigos y presos. El primer caso, asumido hace más de treinta años, es de Walter McMillian (Jamie Foxx) quien, por supuesto, al conocer a Bryan, descree por completo en la posibilidad de que una apelación sea siquiera escuchada porque “estamos en Alabama. Si un jurado dice que sos culpable, sos culpable”. El relato se centra fundamentalmente en el vínculo entre Bryan y Michael -a medida que se van entrevistando- a la vez que el contexto sobre el cual descansa esta relación es la innumerable cantidad de trabas, amenazas y situaciones irritantes que se van produciendo a lo largo de la nueva investigación judicial,. que además enfrenta el rechazo de la comunidad blanca en general. Todo tipo de trabas atraviesa Bryan junto a su fiel ayudante Eva (Brie Larson, completamente desperdiciada en esta cinta). Esta premisa, la de la desesperanza frente a las injusticias, es el eje dramático de “Buscando Justicia”. pero viniendo de Estados Unidos tiene un agregado principal que es el de la desigualdad en todo sentido entre negros y blancos. Buena idea. por supuesto, pero el contenido nunca sobrevive si la forma no está a su altura. Destin Daniel Cretton, director de la no estrenada “Nombre corto, 12” (2013), lejos del compromiso de entonces, propone una narración tradicional, progresiva en términos de la concatenación de hechos, pero cuidando de no tener ningún riesgo, es decir, cumple. Va de un punto al otro sin escalas ni giros. Lo mismo le sucede a su actor protagónico. Michael B Jordan es, por ahora, un actor que cumple. Le enseñaron que para parecer enojado debe fruncir el ceño, y eso es lo que hace. No hay rabia, ni indignación, ni condena en su mirada. Sólo ese gesto adusto, casi sumiso. Contrasta peor cuando está frente Jamie Foxx que parece contenerse para empatar con su compañero. y sin embargo logra darle a su Walter ese volumen dramático que su personaje necesita. Por el lado del argumento, tener a mano los hechos relativamente recientes y contar incluso con material audiovisual fidedigno para construir el guión, no necesariamente le da peso específico. y eso es precisamente de lo que carece este estreno en su texto cinematográfico. La amabilidad para con la audiencia norteamericana blanca es exasperante, no vaya a ser que algún cuello-rojo del sur o del centro del país se ofenda por las crueldades jurídico-racistas que se cuentan aquí, pero a esta condescendiente tibieza se le agrega lo que ya podría considerarse un cliché molesto: ¿Es necesario que en casi todos los filmes de esta temática, cada vez que una línea de diálogo deja instalada una injusticia contra los negros se haga un travelling vertical hacia arriba y suene una voz góspel rumiando una “U” o una “M”? Quien mejor usó este recurso dramático fue Alan Parker en “Mississippi en llamas” (1988), y hasta lo justificaba poniéndole rostro a esas voces. En fin, “Buscando justicia” se convierte en una apenas correcta película de abogados, cuya temática y compromiso con la misma merece otra clase de riesgos.
“Es para verlos a ellos”. Definición de tribuna si las hay aunque no exenta de una gran porción de verdad y de poder de síntesis. Una frase que seguramente la mayoría habrá pronunciado a la salida de “El regreso de los repodridos” (Claude Zidi, 1990), “Arma mortal 3” (Richard Donner, 1993), “Starsky y Hutch” (2004), y tantos otros productos tan menores como efectivos. Una frase que además de ponderar la química de las duplas protagónicas (cuando funcionan), se puede interpretar como todo lo que la película no es, o no tiene. Algo así puede aplicarse al estreno de “Bad Boys para siempre” porque este dueto entre Will Smith y Martin Lawrence, viene disparando desde 1995 y sigue funcionando. Empezó cuando los dirigió Michael Bay en su época previa a Transformers; cuando todavía hacía videoclips y películas de acción cuyo argumento sí podía recordarse diez minutos después de abandonar la sala. Volvieron en 2003 bajo la misma batuta. En ambos casos los dos seguían combatiendo problemas de tráfico y carteles de droga mientras disparaban balas, chistes y remates pegadizos. Hoy Will y Martin, con 52 y 55 abriles respectivamente, regresan diecisiete años después de la última aventura. Podría decirse que el tema de la edad permitía jugar a otra cosa en un género en donde el físico es importante para el despliegue y la credibilidad de las escenas, pero si Sylvester Stallone puede reunir una brigada de musculosos del cine de los ‘80 y salir airoso, estos dos pueden estar tranquilos porque el montaje y los dobles de riesgo suelen hacer toda la magia. Como no podía ser de otra manera, la introducción arremete con una tremenda persecución que terminará en un gag que se viene venir desde el logo de Sony Pictures. La introducción no sólo sirve para que el público vea cómo andan los muchachos de joviales, sino para mostrar también algunos nuevos prodigios técnicos en materia de cine de acción. No obstante la mezcla de sonido pone demasiado al frente la banda sonora de diálogos entre ambos en todas las escenas de persecución. Los dos actores tienen un tono vocal que no se condice ni con la música ni los efectos ni con la situación de tensión. Suenan como si en medio de la guerra estuviesen hablando sentados en el living de su casa. Guión de fórmula. Marcus (Martin Lawrence) está retirándose del oficio. Mike (Will Smith) todo lo contrario. Lo que ninguno sabe es que Isabel (Kate del Castillo) escapa de prisión y como nueva jefa super capa de la droga da la orden a su hijo Rafe (Charles Melton) para que elimine uno por uno a todos los involucrados en la muerte de su padre, incluido Mike. Habrá enfrentamientos entre ambos y miradas de reconocimiento mutuo. Hay algo, un vínculo. Una conexión desconocida (para ellos, para el resto de la platea está todo muy claro). Lejos de ser la droga el elemento que da pie a la acción, el motor principal del guión de Chris Bremner, Peter Craig y Joe Carnahan es la venganza. Menos mal que no pretende otra cosa que entretener porque sino estaríamos frente a una mala parodia de tragedia griega. Hay situaciones que mueven a risa en “Bad Boys para siempre” y no son precisamente por la dupla protagónica. Tal vez en este costado de la historia familiar (madre-hijo) hubiese sido más acertado no tomarse todo tan en serio. Adil El Arbi y Bilall Fallah, los directores de esta entrega, sufren de “michaelbayismo” (dícese del síndrome de la acción por encima de la historia) en grado leve gracias a la necesaria reconstrucción de la química entre los dos amigos, sin la cual no habría película. Smith y Lawrence logran sobrevivir a situaciones que van desde promesas a Dios a brujería y lo hacen porque saben perfectamente lo que necesitan sus personajes y lo que van a generar desde la pantalla. Lo dicho al comienzo de esta reseña. Eso que de vez en cuando suele escucharse a la salida del cine: “Es para verlos a ellos”
Otro video juego que se adapta a cine. Loable riesgo si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría de estas jugadas salió mal y se han ganado un gigantesco Game Over en la taquilla. Ejemplos Sobran. Super Mario Bros (1995), Street Fighter (la de Jean Claude Van Damme, 1995), Doom (con Dwayne Johnson, 2005), Asassain’s Creed (2016) y Prince of Persia (2010) por mencionar algunos productos olvidables. A otros, los menos, les fue bastante bien como la saga de Resident Evil o la de Clash of the Titans aunque sin estridencias significativas en los números. Rindieron, punto. En casi ningún caso se vio beneficiado el cine y es que hasta ahora, no se ha logrado el equilibrio entre entender estos productos como excusas para los fans y el hecho de realmente no tomarse todo tan en serio y solemne. Algo de esto último es la premisa con la cual se aborda Sonic, la película y en esa apuesta, más que los fans del video juego creado por SEGA en 1991 para competir con el producto estrella de Nintendo, Mario Bros, saldrán ganando quienes no lo conozcan (si queda alguien que todavía no). Hay que decirlo, al menos en lo concerniente al cine, este erizo salió ganando. En la introducción vemos un bólido azul perseguido por otro rojo por las calles de San Francisco. La imagen se detiene en un plano entero de Sonic, un erizo azul de pelo puntiagudo que le explica al espectador que lo están persiguiendo y que si queremos saber más debemos retroceder unos años. Literalmente, como rebobinando un viejo VHS, vamos a un planeta en donde este ser habitaba. Salvado de sus perseguidores por una lechuza que le otorga anillos con los cuales desdoblar el espacio tiempo, nuestro dibujito (mezcla de Pitufo con Astroboy) se escapa a nuestro planeta Tierra y se esconde durante muchos años en un pueblito cuyos habitantes termina conociendo de memoria. En especial a Tom (James Mardsen) un alguacil local que sueña con salir de su pueblo para realmente salvarle la vida a alguien. El inevitable encuentro ocurre y estos dos que aparentemente no tendrían nada que ver, terminan uniendo fuerzas y amistad para escapar y derrotar al Dr. Ivo Robotnik (Jim Carrey), agente del gobierno especializado en tácticas y armas sofisticadas pero a su vez un freak de la tecnología. Más que la dirección del debutante Jeff Fowler, es el guión de Patrick Casey y Josh Miller el que comente el error de apurarse en todo. En lugar de aprovechar el hecho de estar jugando con un personaje que conoce todo el planeta para tomarse el tiempo de construirlo, generar intriga, dar tiempo para empatizar, conectar de a poco con el espectador; se toma la decisión contraria. Ponerlo todo al frente, gastar todos los cartuchos apostando a que su sola aparición bastará para que nos vinculemos con él y acaso nos caiga bien. ¿Cuánto tiempo pasaba hasta que veíamos por primera vez a E.T. o a Mogway en Gremlins (1984)? Pues esos tiempos eran perfectos. De esta forma, apoyándose en la voz de Ben Schwartz y en el vértigo de las acciones, Sonic, la película acelera a fondo y nos acelera. No tenemos la sutileza de un Spielberg, un Donner o un Zemeckis. Ni siquiera el humor de ALF, que le hubiese venido de maravillas a un personaje que de hecho es un extraterrestre fascinado con las cosas de la Tierra y del pueblo en cuestión. De todos modos el relato avanza alternando los aciertos con algunas liviandades de brocha gorda. Cuando todo está a punto de caerse a pedazos en la estructura de la historia, aparece él. Timing gestual perfecto (como lo hacía en la saga de Ace Ventura), conocimiento cabal del género y capacidad de improvisación. Aparece Jim Carrey para recordarle a todo el mundo que esta película es una comedia de aventuras y que acaso debería hasta parodiarse a sí misma si fuese necesario. Este actor fenomenal logra empatar con Sonic como contraparte del lado de “los malos” y equilibrar un relato que se estaba cayendo. Su Dr. Robotnik logra sacar momentos hilarantes que contrastan con la forzada desfachatez del personaje central y así, todo empieza a encauzarse hacia un mejor puerto. El entretenimiento termina convenciendo a fuerza de apostar por gags físicos y un mejor segundo acto que levanta en ritmo e interés. Está claro que la posibilidad de volver a ver al héroe en otra entrega dependerá de la taquilla por lo cual es entendible que en la escena post créditos empecemos a ver a algún otro personaje del popular videojuego, eso sí: con o sin Jim Carrey, habrá que ponerse a escribir en serio para poder otorgarle a Sonic lo único que estos escritores olvidaron darle: un alma propia.