“Blair Witch: La Bruja de Blair” (Blair Witch, 2016) sería una gran secuela de su antecesora… si estuviéramos en el año 2000. Hoy, más de quince años después donde el truquito del ‘found footage’ y la temblorosa cámara en mano fueron utilizados hasta el hartazgo, la película de Adam Wingard pierde efecto (y originalidad), aunque se guarda los clásicos sustos bajo la manga.
Si no vieron “El Proyecto Blair Witch” (The Blair Witch Project, 1999) -pergeñada por Daniel Myrick y Eduardo Sánchez-, una historia que juega con la “veracidad de los hechos” a partir de su estructura y recursos narrativos, el golpe de efecto puede ser muy diferente y hasta agradar a los amantes del género; pero esta segunda parte (que no contempla la estrenada en el año 2000) no aporta nada nuevo y, en cierta medida, vuelve a repetir la dramática experiencia sufrida por Heather Donahue y sus compañeros.
Pasaron veinte años desde que la chica desapareció en los bosques de Black Hills y ahora, su hermano James (James Allen McCune), que por aquel entonces era sólo un nene de cuatro años, encuentra nuevas pistas para creer que Heather sigue viva por alguna parte, encerrada en una cabaña cuya ubicación es desconocida.
Decidido a probar la veracidad de un video que apareció en la web (y de alguna forma ponerle un fin a la tragedia), James se embarca junto a sus compañeros Peter (Brandon Scott), Ashley (Corbin Reid) y Lisa (Callie Hernandez) –una estudiante de cine que piensa documentar toda la odisea- rumbo al mismo lugar donde se originaron un montón de leyendas terroríficas sobre la bruja de Blair.
El resto, ya deberían imaginárselo. Apenas se adentran en el bosque comienzan a ocurrir una serie de extrañas situaciones: ruidos distantes, símbolos que aparecen de la nada y la imposibilidad de volver a encontrar el camino a casa.
“Blair Witch: La Bruja de Blair” no hace más que sumar un poco de información al relato que ya conocemos, pero no aporta nada al género de terror que viene esquivando el bochorno gracias a una seguilla de buenas historias. La narración a través de diferentes cámaras (y por ende, puntos de vista) termina cansando, y hasta confunde cuando ya no sabemos a qué personaje estábamos siguiendo.
Acá la tecnología suma drones y muchos cachivaches, camaritas individuales y minúsculas con baterías infinitas que no paran de grabar las 24 horas. Otra vez, esto era genial en 1999, no en 2016 donde la vida pasa por la pantalla de un celular.
Wingard crea ciertos climas y asusta con muy poco, pero tarda mucho en concretar un desenlace que genera más interrogantes que respuestas. No nos permite relacionarnos con los personajes y sufrir junto a ellos porque no logra desarrollarlos y, además, no nos da el tiempo suficiente. Ojo, no es que la película necesite más minutos, sino que estos están mal utilizados.
La historia se detiene en situaciones banales y personajes molestos (sí, siempre tiene que haber un personaje insufrible), y el tercer acto llega apresurado y abrupto. El conjunto no es tan malo y cumple el objetivo de ponerle los pelos de punta a los que son más impresionables, pero su problema principal es que se trata de una secuela que intenta conquistarnos con algo que caducó hace rato.
La única forma de desfrutar de “Blair Witch: La Bruja de Blair” es olvidar a su antecesora, hacer a un lado los lugares comunes y dejarse llevar por una nueva historia de escépticos jovencitos que se adentran en el bosque y sufren las consecuencias.