El mal como espejo deformado del bien
Por el modo en que le pone freno a todos y cada uno de los peores vicios del Hollywood actual, esta sorpresiva versión del clásico relato infantil reactualiza lo mejor del cine clásico, poniendo los cuentos de hadas a la luz del cine fantástico.
Esta sí que es una sorpresa. Uno espera encontrarse con la vacuidad estándar de las superproducciones de Hollywood, la pereza creativa de todas las semanas, la falta de riesgo, el show de efectos, efectitos y efectismos, y en lugar de eso se topa con una flor de película, que recupera, relee y reactualiza lo mejor del cine clásico, poniendo los cuentos de hadas a la luz del cine fantástico y de aventuras, retomando la crueldad y oscuridad originales y haciendo todo eso con nervio, tensión, sentido del ritmo, dominio del medio, exuberancia y emoción. ¿De dónde salió este Rupert Sanders, héroe primordial de este gran triunfo ético y estético, a quien nadie conocía y de quien aún hoy, con Blanca Nieves y el cazador en los cines de todo el mundo, es bien difícil conseguir información, por mucho que se navegue? Una miniinvestigación a las apuradas permite sacar en limpio que el tipo es inglés, andará por los treinta y pico y tiene por único antecedente algunos comerciales y cuatro cortos. Con antecedentes o sin ellos, Mr. Sanders acaba de filmar una de las mejores películas que haya dado la industria en vaya a saber cuánto tiempo (excluimos del listado a los “grandes autores”). Una de las mejores y de las más importantes, por el modo en que le pone freno a todos y cada uno de los peores vicios del Hollywood actual.
El primer mérito es del guión, que aborda el cuento sin una agenda previa. Lo que parece haber animado a la tríada integrada por Evan Daugherty, John Lee Hancock (que combina antecedentes tan buenos como Un mundo perfecto y Medianoche en el jardín del bien y del mal con otros tan malos como The Alamo y Un sueño posible) y el iraní Hossein Amini (guionista de Drive, otra de las grandes películas del año) no es la fidelidad, la parodia, el clasicismo o la posmodernidad, sino la simple libertad de hacer con la historia de los Grimm lo que mejor le venga a la película. Que funciona, así, de modo autónomo, con la “Blancanieves” de los Grimm como fuente de inspiración. La base está: el buen rey viudo se casa en segundas nupcias con una reina mala, que lo asesina, usurpa el trono y encarcela a su hija, Blanca Nieves (Kristen Stewart, perfecta). A quien, llegada a la adolescencia, ordenará asesinar, cuestión de que no le haga sombra con su belleza. A partir de ese momento y con la aparición del cazador, el guión profundiza sus libertades. La mayor de las cuales es convertir a la víctima propiciatoria en una guerrera de lanza y armadura, más próxima a Juana de Arco que al frágil corderito del original. Tanto como la película entera parece heredar más de Game of Thrones que de todas las versiones previas de “Blancanieves”.
Además de darle una absoluta contemporaneidad a su obsesión por la juventud y la belleza, tal vez sea ésta la primera vez en casi doscientos años en que, sin dejar de ser una verdadera bruja, a la reina (Charlize Theron) no sólo se le dan razones para serlo, sino, mejor aún, un pasado que remeda al de la mismísima Blanca Nieves. El mal como espejo deformado del bien. Y vaya si en esta historia el espejo tiene un rol protagónico. Algo semejante puede decirse sobre el personaje del cazador (hosco, noble y bruto, Chris Hemsworth parece un John Wayne extrapolado), dueño de una historia trágica que también le da sentido, y de los enanos, que además de remedar a minihooligans (y de ser un seleccionado de grandes secundarios británicos, desde Bob Hoskins hasta Ray Winstone, pasando por Ian McShane, Toby Jones y Nick Frost), cumplen ahora una función mucho más decisiva que la de simpáticos comic reliefs.
Ajeno a toda parodia, cinismo o cancherismo, Mr. Sanders se toma en serio la historia que tiene entre manos, sin confundir seriedad con solemnidad. No hay sobrepeso ni gravedad en Blanca Nieves y el cazador. Hay una narración que crece tanto como la propia protagonista. Crece y se cohesiona, gracias a un admirable equilibrio entre sentido narrativo e imaginería visual (los guerreros-fantasma del comienzo, el dorado espejo ectoplásmico, las negras metamorfosis de la reina), entre perversidades de palacio (la relación entre Ravenna y su hermano, rubios arios, está a un pasito nomás de la de sus incestuosos equivalentes de Game of Thrones) y escenas de acción. Escenas que el realizador filma –¡Cronos sea loado!– dándole a cada plano la duración necesaria para que pueda entenderse quién espadea con quién, y por qué. A diferencia de nueve y medio de cada diez realizadores à la page, que suponen que para que el público no se aburra, hay que hacerlo a mil por hora. Con la historia armoniosamente trasvasada de Europa central a la Bretaña celta y gaélica, lo único fuera de lugar en Blanca Nieves y el cazador, además de innecesario, es el haber hecho de la heroína una chica tan católica que hasta reza el Padrenuestro. Podría haber sido una Juana de Arco igual, sin necesidad de cruces o rezos.