Vi el tráiler de Blancanieves y la leyenda del cazador unas cinco o seis veces antes de ver la película. En cada repetición se hacía evidente eso mismo que el título intentaba señalar: los siete enanitos y la carga lúdica e infantil de sus presencias habían desaparecido, y ahora solo quedaba la belleza, la oscuridad, la sangre, el bosque tenebroso y un cazador que ganaba en protagonismo y gracia. La presencia de Kristen Stewart constituía entonces el complemento perfecto, y la sospecha de que esta Blancanieves se vería afectada por la estética oscura y obsesiva al estilo de la saga Crepúsculo aumentaba cada vez más. Por suerte, una buena parte de esa sospecha no se cumplió. Los enanitos sí estaban y, a pesar de que la película comparte elementos con la trilogía vampiresca, el mundo que finalmente se crea permanece lejos de reducirse al esteticismo puro y porque sí.
Sin embargo, la belleza es un elemento fundante de la acción. Todo poder – material o invisible– está determinado por el encanto de un rostro que, sumado a las ideas de pureza y sangre real (Blancanieves es hija de reyes), resulta tanto la gran amenaza de la reina como la mayor esperanza de salvación del pueblo. En la piel de Kristen Stewart ese aspecto fluye más fácilmente, no por su interpretación como siempre acartonada sino por el rostro impenetrable y modesto que junto a su presencia huidiza genera el misterioso impulso de protegerla. Pero si bien Blancanieves es el centro de todo espacio y también protagonista del relato, la historia parte siempre desde ella hacia todo lo demás, sin descuidar a los otros personajes ni al trasfondo social que atraviesa al lugar de los hechos. Esa es, quizás, la mayor virtud de la película: no concentrar sino esparcir, de lo que también se sirve la técnica en relación a los efectos especiales y que el travelling final –desde Blancanieves hacia atrás, dejando ver a todos quienes la rodean– ilustra con suma claridad.
Apenas podría reprochársele a la versión de Rupert Sanders la necesidad de anticipar algunas de las sorpresas y apariciones repentinas, que tienen su aclimatación segundos antes de acontecer. Uno de esos momentos ocurre cuando el cazador y Blancanieves cruzan el puente para salir del bosque, y una calma silenciosa junto al plano general anuncia al monstruo que se levanta por debajo de ellos. Otro de éstos es algo más torpe y tiene lugar en una mañana en la que –típicamente– todos duermen y la protagonista se levanta a pasear sola: allí aparece la reina camuflada bajo el aspecto de un aliado y le ofrece la famosa manzana envenenada. La sospecha es clara desde un principio: el falso amigo de Blancanieves tiene los ojos marrón brillante (véase –¡uy!- Crepúsculo), aparente marca imborrable para delatar a aquellos que están poseídos y corrompidos por algo o alguien. Por lo demás, Blancanieves y el cazador sobrevive con originalidad a la versión del clásico cuento de hadas sin perderse en sus rincones más tentadores, ampliando sus márgenes y probando que siempre hay maneras de reactualizar y a la vez recrear aquello que parece agotado.