Bella y Thor se fueron al bosque...
Tenía que ser atractiva una Blancanieves protagonizada por la estrella de la saga Crepúsculo y el nuevo Thor (Chris Hemworth, que interpretó al superhéroe intergaláctico en la película de Kenneth Branagh y en The Avengers: Los Vengadores). Kristen Stewart, después de cuatro películas como Bella entre lobos y vampiros, ya sabe algo sobre princesas en peligro y, aunque su rango de actuación sea tan acotado como siempre -mucho jadeo, mucha seriedad y el cuerpo rígido- es tan hermosa que llena la pantalla con sólo estar ahí, con sus ojos verdes y esa cara simple, adolescente. Chris Hemworth, como cuando es Thor, puede tanto ser bruto y rugiente como tierno (de esa mirada expresiva y chispeante mejor no decir más), y Charlize Theron es la perfecta tercera que faltaba para completar al dúo de novatos encantadores con una presencia fuerte, maciza, violenta incluso.
Sólo que los tres no son Blancanieves, la reina malvada y el príncipe sino Blancanieves, la reina malvada y un cazador del pueblo que es menos un salvador que un compañero de batalla. Es que Blancanieves y el cazador toma al cuento muy libremente, como un concentrado que se diluye en un mar de aventuras y de épica medieval con reminiscencias fuertes de El señor de los anillos, Robin Hood y Juana de Arco.
Esta vez, Blancanieves no es una niñita en peligro (como tampoco lo era en Espejito, espejito) que corre horrorizada por el bosque en escenas de pesadilla que inmortalizó Disney, sino una heredera atrapada en la torre del castillo que consigue escapar por sus propios medios, salir al mundo, solidarizarse con un pueblo oprimido y ponerse al frente de ese mismo pueblo como reina guerrera.
La villana de Charlize Theron por su parte, más acorde con los tiempos que corren, es, como la creación de su colega Julia Roberts en la otra Blancanieves del año (Espejito, espejito), una mujer obsesionada con el poder, la belleza y la determinación de no envejecer nunca. Pero se trata de una belleza nula, carente de propósito o que, mejor dicho, es un fin en sí misma y tiene poco y nada que ver con el placer, con algún tipo de vitalidad.
En Blancanieves, en cambio, la belleza representa la vida, y la vida es el valor y la capacidad de despertar una tierra desertificada por el mal. En este sentido, tal vez uno de los puntos más estimulantes de la película es que se le da a un cuento conformado por elementos mínimos -ya saben, la reina, la princesa, el hechizo- un contexto más amplio que constituye el mundo con identidad propia en el que se desarrolla esta versión (igual, los hitos del cuento, como la manzana envenenada y el beso a la chica dormida siguen estando ahí, muy bien incorporados).
Así, el mal encarnado en la reina villana afecta a todos, desde los habitantes del castillo hasta la última ramita del último árbol del bosque oscuro, y el bien tiene su lugar natural en un refugio escondido al que Blancanieves y el cazador llegan guiados por los siete enanos, un jardín encantado -tal vez un punto demasiado digital, es cierto, pero vívido y contundente como todos los escenarios de la película- donde Blancanieves conecta con el mundo de las hadas, con las fuerzas naturales de la vida.
Por eso, el enfrentamiento entre la chica pura de corazón y la reina –la verdadera manzana podrida- adopta proporciones épicas: no es Blancanieves sino que son la bondad y la magia las que necesitan ser salvadas. Y, por momentos, somos los espectadores los que necesitamos ser salvados de tanta seriedad, pero por suerte ahí están los enanos, un puñado de enanos de lujo, para descomprimir un poco.