Oropel
Berger es un imitador que pretende demostrar lo bien que domina las viejas técnicas cinematográficas. En su película, la copia de los lugares comunes del cine mudo se limita a un ejercicio de estilo de escaso interés: el uso de una forma primitiva con el pretexto de la búsqueda de una pureza original. El director traslada la fábula a los años veinte en el sur de España y utiliza una estética adecuada a la época. Blancanieves es la hija de una bailarina y de un famoso torero que ha quedado impotente por una cornada. Luego de la muerte de su madre y la postración de su padre, la pobre heroína queda a merced de una malvada madrastra afecta al sado-masoquismo y a las poses para revistas de decoración de interiores. Años más tarde, la joven es rescatada por los siete enanos, que aquí son seis, también toreros y feriantes. Berger se queda a mitad de camino de una adaptación ingeniosa; los nuevos detalles no son más que viñetas decorativas e imágenes gastadas, incapaces de embellecer una historia mil veces vista.
Lejos de las diferentes reelaboraciones Miguel Gomes, Raya Martín o Guy Maddin, Berger sigue el camino de Hazanavicius con El artista: la aplicación concienzuda de los clisés del período mudo como ilustración de una idea académica del cine original; el homenaje mediante una copia estética prolija e insípida. Las secuencias de montaje y sobreimpresiones a toda velocidad son más molestas que efectivas. El exceso de intertítulos, las escenas explicativas y los efectos de estilo para resaltar lo obvio e invocar en voz alta los modos primitivos del cine son el oropel de una trama cargada de sometimientos, muertes y abandonos que subraya el conocido subtexto psicoanalítico: complejo de Edipo, represión sexual y mujeres libradas a los deseos de una comunidad masculina. A pesar de las apariencias, la falta de riesgo formal y narrativo es el común denominador de una película que sólo sugiere lo que pudo ser cuando insinúa el bello amor monstruoso entre Blancanieves y un joven enano sexy.