Pablo Berger se mete con la jodida faena de la manipulación de un cuento de hadas tradicional; historia además llevada al cine desde la época de aquellas películas mudas que el propio Berger pretende emular. Y que tuvo tantísimas versiones -desde la más famosa producida por Walt Disney en 1937 a la de horror con la teniente Ripley en el papel de madrastra terrible- pero ninguna análoga a la idea del director que aquí nos incumbe.
Y digo ninguna porque a pesar de las vueltas de tuerca de otras producciones que llevaron al cuento de hadas al porno, al horror o al musical, ninguna logró darle tanta identidad específica a una Blancanieves protagonista que ganaba en mito con su ambigua ubicación geográfica y su vaga pertenencia cultural. Y Berger nos presenta a su bella Blancanieves andaluza; hija de un torero leyenda y una cantante de flamenco que ocupan el vetusto lugar de los reyes. Esta nueva identidad se logra rápido –literalmente en segundos- con un prólogo que encabronó a algunos españoles pavos que pensaron que la película podría llegar a ser responsable de algún tipo de estigma relacionado a las corridas de toros.
Sin embargo, la apropiación de Berger, esta Blancanieves de toros, flamenco, gazpacho y vino tinto, es más un cuento sevillano que una españolización del mito. Los ofuscados, en todo caso, deberían haber sido los andaluces.