Manzana envenenada de blanco y negro
El encanto de toda Blancanieves debe ser opacado, como corresponde, por el de su reverso, un personaje que condense toda maldad. En este caso, la malvada es Maribel Verdú, en blanco y negro, con intertítulos, y de manzana envenenada.
La revisión del cuento Blancanieves no puede menos que estimular un diálogo cinéfilo entre tantas versiones, donde la mirada de Walt Disney ocupa el lugar de piedra de toque con su largometraje de 1937. Como mito, conoce una vivificación constante, que suma -con la película que aquí se reseña- tres ejemplos recientes, con mismo año de producción (2012): Blancanieves y el cazador, y Espejito, espejito, estos dos títulos repartidos entre un mundo adolescente pasteurizado y malvadas bien malas, de esas por las que bien valdría la pena ser castigado; a saber: Charlize Theron en el primer caso, Julia Roberts en el segundo. (Es inminente el estreno de Maléfica, con la villana Disney de La Cenicienta en la piel de Angelina Jolie; pero, a decir verdad, ¿qué villanía seductora podría esperarse de alguien con Oscar "humanitario" y colección de hijos coloridos?).
Pero el caso de Blancanieves, segundo film del español Pablo Berger (Torremolinos 73), busca una fisonomía propia que le ampare de tanta variación apenas distintiva. En este sentido, su apropiación del cuento de los hermanos Grimm se españoliza y la localiza en la Sevilla de los años '20, entre plazas de toros y cine silente. Es decir, la propuesta encuentra pie en los recursos de la mímica, los intertítulos y el blanco y negro.
Tal elección también le acerca a otras producciones, entre las cuales sobresale la oscarizada El artista(2011,Michel Hazanavicius). Pero también habrá que pensar en La antena(2007), donde Esteban Sapir recrea un mundo de cine entre sombras expresionistas y telepatía televisiva; todo un hallazgo por parte de su director, en una película que permanece como rara avis, sin ser lo suficientemente referida. Un mismo tono, quizás más aberrante, capaz de preñarse de sombras nuevas, amenaza en Las mariposas de Sadourní (2012), del rosarino Darío Nardi, premiado internacionalmente y con estreno pendiente en Argentina.
El film de Berger, en tanto, juega con estas posibilidades pero con un potencial intrínseco que parece agotarse demasiado pronto. Como si la seducción inherente a las voces mudas chocara con un aletargamiento argumental pronunciado, que vuelve a la historia fácilmente accesible, sin nexo mayor con el blanco, el negro, y sus gesticulaciones excesivas. De todos modos, la propuesta es llamativa, indaga -con mayor y menor suerte- en los recursos expresivos elegidos, y fue saludada con el benéplacito de diez Premios Goya, entre muchos otros galardones internacionales.
Ahora bien: la historia tiene eje en Carmencita (Sofía Oria), cuya madre muere tras el parto. Su padre, el gran torero Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho), permanece paralítico tras las paredes de una gran mansión. Su dinero ha ido a parar a las manos perversas de su enfermera, ahora esposa y, claro, madrastra de Carmencita. Bien, acá lo mejor, Maribel Verdú: de blanco, de negro, siendo retratada por un pintor -con su amante sumiso en cuatro patas-, encorsetada, escotada, con látigo, entre tules y manzana envenenada, pendiente de la portada de la revista social, pálida y carmín negro, émulo superador de Barbara Steele; como sea, Verdú es todo lo que se espera y, qué lástima, los momentos más escabrosos -los suyos, siempre- apenas se avizoran, cuando debieran ser mucho más explícitos y prolongados antes que esa vista espía, de cerradura insuficiente: ninguna mujer más mala que la Verdú, nunca madre, siempre madrastra, nunca esposa, siempre amante, toda ella es lo que todo cine quiere filmar. Además, se llama Encarna, hallazgo de nombre, capaz de conjugar dolor, placer, y alguno de esos misterios sufridos que guardan las estampitas.
El contrapunto, níveo inmaculado, será Carmencita, ya crecida (Macarena García), cuya boca le salvará la vida: no por palabras, la película es muda, sino por ser el abismo de su rostro, donde elegirá hundir su lascivia el secuaz de Encarna. Los enanos aparecen al rescate, como compañía de tauromaquia ambulante. Carromatos donde estos siete conviven y suman a esta bella amiga con la cual celos y deseos se entremezclan. Es en este punto cuando la película de Berger se encuentra más cercana a Freaks(1932), la obra maestra de Tod Browning, así como al mundo marginal de la fotógrafa Diane Arbus.
"Blancanieves" y su consorte recorrerán plazas de toros como si fuesen de juegos, para la diversión de la muchedumbre, para la admiración de sus encantos de mujer naciente, para el reencuentro -en última instancia- de Carmen con su historia, con su legado. Luego, la venganza de una Verdú que bien razonados tiene sus motivos, al atacar la dulzura, la ingenuidad, y la diversión negada que bien podría haber tenido Carmencita con sus siete compañeritos, en lugar de sublimar lo que se empeña en ignorar, entre tantos toros esquivados y olé, olé.
Lo mejor del film, para este juicio, es su desenlace, un epílogo que funciona como cortometraje autónomo, entre fenómenos de feria, atracciones bizarras, presentadores gritones, miedos de cine. Como si toda la película hubiese sido necesaria para llegar a este momento, feliz (y triste).
Antes la sombra taurina sobrecoge a Encarna. A no confundir, es lo que su perfidia hubo de buscar todo el tiempo, toda la película. Es su celebración final, el sacrificio personal último, la consumación total, disfrazada de ajuste de cuentas. Todo depende de dónde se sitúe el ojo de quien mira. El a través de la cerradura. Por todo eso, por tanta entrega -sin manzana, se sabe, no hay película- Encarna es mucho más que cualquier Blancanieves.