El color de la venganza
Un paisaje del Sur. La nieve que cubre la planicie y también los picos de algunas montañas. Un hombre desesperado y una pequeña cabaña vacía de objetos es el lugar para que el protagonista de Blanco o negro (2016), de Matías Rispau, inicie tras años de auto reclusión, su periplo de venganza.
Adrián (Matías Rispau) busca resarcimiento tras pasar años fuera de la ciudad imaginando un plan que le permita devolverle cierta paz tras el asesinato de su mujer. En ese intento de pacificarse consigo mismo claramente tiene que tomar decisiones que afecten a su entorno, con el que no tiene, además, relación hace tiempo.
El nuevo largo dirigido por Rispau (El turno nocturno) transmite tensión desde la primera escena, con ese hombre transformándose en una maquina asesina con claras referencias a Oldboy (2013), Kill Bill: Vol. 1 (2004), y la nacional La búsqueda (1985), pero también a todo el cine oriental con la venganza como tema y motor narrativo. El realizador va tejiendo lentamente la progresión, con énfasis en el protagonista y cómo atravesó su periplo hasta llegar una vez más a la ciudad para eliminar a aquellos que cambiaron drásticamente su vida de un día para otro.
Filmada magistralmente, con inserts y multiplicidad de texturas, y una banda sonora que apela a la emoción y la sorpresa, Blanco o negro es una lograda muestra de cine de género realizada por un director que sabe y conoce de aquello que está hablando. La narración en off, escogida durante la primera etapa del film, en la que conocemos la historias de Adrián, su pasado, su dolor, y luego su transformación física y psicológica, refuerzan el sentido de una película que potencia su propuesta visual en cada escena.
Como un habilidoso artesano, Matías Rispau juega con las imágenes, y encuentra en la posibilidad de la referencia, la conexión necesaria para poder avanzar en la narración y, de alguna manera,“linkearla" con la historia del cine.
En una escena que transcurre en un bar de mala muerte el protagonista se topa con varios de sus, y justamente allí el director decide homenajear a Quentin Tarantino en la ya clásica escena del restaurante de Kill Bill: Vol. 1, cambiando el color de las imágenes para realizar la masacre que quiere contar. Y en esos pequeños guiños, pero también en la sumatoria de los mismos, es en donde la película se posiciona como un exponente del cine hecho por cinéfilos, logrando una espesura visual y narrativa más allá de cualquier blanco o laguna que se percibe a lo largo de su metraje.