Por lo menos desde el Nuevo Cine Argentino, la relación de las películas argentinas con los géneros es oscilante y conflictiva. A veces se parece más a una apropiación y revisión plena, y otras a una imitación o un cortejo. Blondi, la primera película de Dolores Fonzi, elige la geografía afectiva de la comedia indie, territorio poblado por seres extraños y un poco frágiles que deben sobreponerse a alguna tragedia personal, ocurrida o por venir, pero a los que el género en cierta medida cobija, como si los protegiera de la adversidad que se abate sobre ellos y les permitiera entregarse más ligeros a los vaivenes del humor. Blondi (Fonzi) es la mamá de Mirko (Toto Robito) pero los dos se comportan como amigos igualmente tarambanas: ella y él se las arreglan como pueden para cumplir con los horarios y las tareas cotidianas, pasan el tiempo juntos, van a ver bandas y comparten las amistades de él. La película cuenta lo que a la luz de otro género podría ser un drama destemplado: la vida desfasada de una mujer que no quiso o no pudo acceder a la adultez siguiendo los rituales esperados y que pasa sus días haciendo de su condición de adolescente algo parecido a un acto de resistencia aunque silenciosa, sin explicaciones que le den un contenido político a esa rebeldía que, inarticulada, sin marco teórico, resulta más humana (bastante más que si, por ejemplo, estuviera al servicio de un ideario al uso, como el de las “familias ensambladas”, tema viejísimo que sin embargo las críticas de la película sugieren como una novedad).
La película comunica sus coordenadas dramáticas enseguida, en una escena buenísima que disimula su eficacia (a diferencia de varias otras, que no lo son y, al contrario, presumen de una inteligencia de la que carecen). Blondi está jugando al ajedrez con un amigo de Mirko: el plano los muestra indistintos, dos jóvenes que se pierden en las horas. Llega Mirko, el amigo y la madre lo saludan, Mirko le dice con una contundencia discreta que se tiene que ir, pero que le deja llevarse el sandwich para comer en el camino; Blondie no interviene, se entrega mansa al dominio del vástago y a la rutina propuesta por él. Fonzi no acentúa la inversión de roles ni su extrañeza, pero anuncia, ya en ese momento, la tragedia por venir: parece claro que ese relación contrahecha no podrá mantenerse por siempre, que Mirko va y viene y se mueve por los espacios con la seguridad de la que carece la madre, a la que se ve más veces sentada, en la bañera, en la cama, en el piso; quieta, demorada en la juventud que el hijo ya se prepara para abandonar.
Con la adición de Pepa (Rita Cortese), queda conformada la pequeña cofradía de freaks que debe medirse con el mundo de los normales, los adultos, los que tienen trabajos comunes y ejercen debidamente los roles que les tocan dentro de sus familias. Pero cuando la película tiene que presentar ese sistema, tambalea. Blondi, Mirko y Pepa van a la casa de Eduardo y Martina (Leonardo Sbaraglia y Carla Peterson) y enseguida se arma un tosco duelo de perfiles culturales: el guion le cuelga los carteles correspondientes a cada personaje, a unos el de raro-pero-con-onda y a otros el de cheto-infeliz. Se confirma una intuición que viene de las escenas anteriores: a Blondi no se le da bien la sátira ni la observación sociológica, lo suyo es la narración sin énfasis de la vida indolente que llevan la protagonista y su hijo y, eventualmente, de cualquier otro misfit que pruebe suerte saliendo de la geografía institucional de la familia.
Pasa lo mismo cuando se llega a los estallidos dramáticos: el guion realiza el reparto esperado de atributos, culpas y resentimientos, pero parece que los personajes recitaran sus líneas, como si todo nos recordara que lo que vemos es una película y no nos dejara nunca mezclarnos del todo con el conflicto que allí se cuece. Por alguna razón, Fonzi directora se mueve mucho mejor en los momentos de comedia y, curiosamente, en los que desarrollan alguna clase de inquietud. Pasa cuando la madre de una de las amigas de Mirko busca a su hija, que nunca volvió a su casa; la chica está durmiendo con Mirko y otro chico en la cama de él, en la habitación de al lado de Blondi, pero ella no solo no lo sabe sino que no comprende la preocupación de la madre ni la urgencia de la búsqueda. La escena es menor pero construye un retrato extraordinario de la protagonista como un ser fatalmente desconectado de la realidad de sus semejantes. En otra ocasión, la película replica brevemente los códigos del terror: el momento dura apenas un minuto pero condensa la ansiedad de Mirko ante los peligros de un mundo desconocido.
El resto del tiempo, el destino de la película depende completamente del timing desigual de Fonzi y Rovito: a algunas escenas les insuflan una gracia diáfana, luminosa, a otras las vuelven un facsímil de los mandatos del género, una imitación sumaria, como en el cumpleaños de Martina donde los freaks se miden con los normies siguiendo una coreografía rígida. Esta crítica termina abruptamente y con preguntas desordenadas: ¿por qué a las películas argentinas les cuesta tanto alcanzar (y sostener) la soltura cómica del cine de otras latitudes? ¿Por qué Carla Peterson no puede volver creíble ni una sola de sus líneas y hacernos olvidar por un rato que estamos viendo a Carla Peterson? ¿Por qué se escuchan tantas canciones de The Velvet Underground en el off, Blondi usa una remera de Led Zeppelin, ella y Mirko van a recitales de bandas indies y al final se escucha “Maria” (de Blondie), pero casi nunca se habla de música? (Cuando se discute sobre qué poner en la casa de Martina y Eduardo no se nombran bandas ni canciones, los gustos de cada grupo -los raros y los chetos- van de suyo, tiene que imaginarlos el espectador). ¿Y qué tendrían en común, qué construiría ese apelmazamiento de referencias en los personajes que no sea apenas un gusto musical difuso, o sea, que a Blondi y a Mirko les gusta la música, que son sensibles al arte?