El amor es más frío que la muerte.
Es cierto que el cine independiente americano tiene a esta altura sus taras, sus automatismos, a menudo una cáscara bajo cuya gramática se intentan disimular el vacío y la inconsistencia. Pero también es verdad que algunos de sus exponentes consiguen imponerse, sin mayor esfuerzo ni destreza, por sobre la mayoría de los estrenos del cine industrial del mismo origen. Blue Valentine es la ópera prima de su director y está producida por sus dos actores protagonistas. Viendo la película se advierte enseguida que esto último tiene su lógica: se trata de una película al servicio de los actores. Ryan Gosling y Michelle Williams se entregan aquí a un ejercicio notable, componiendo a un matrimonio que se encuentra prácticamente al borde de la disolución. En la primera escena el plano toma a la pequeña hija de ambos que grita repetidamente un nombre propio. No se trata de una persona sino de una perra. El padre promete encontrarla mientras despacha a la niña y a su madre rumbo a la escuela y le recomienda a la mujer que tenga cuidado al manejar. Más tarde, cuando va a un acto escolar en el que participa su hija, la mujer ve al animal muerto a un costado de la ruta. Cuando termina de enterrarlo en el jardín descuidado y en declive, el hombre se quiebra y solloza junto a la ventana. En pocos minutos, la película describe un paisaje netamente suburbano y establece el presagio de la modesta tragedia en ciernes que constituye el corazón de la película. El hombre aparece con las manos siempre manchadas de pintura y la mujer con unos vestidos floreados en los que parece demorarse una adolescencia congelada como una mueca de tristeza. Las marcas sobre los cuerpos de los personajes definen un modo de estar en el mundo y establecen el clima de aflicción y de sueños dilapidados que los envuelve.
El director encuadra a los personajes de manera realista pero se permite constantes cambios de foco sobre las figuras humanas y el fondo que exponen el modo en el que el mundo se carga de la subjetividad herida de los protagonistas: si una de las características más evidentes del cine americano mainstream es la negación sistemática del dolor, la del cine llamado independiente debería ser, acaso, la de restituir aunque sea una parte de esa dimensión perdida, expulsada desvergonzadamente de las pantallas en nombre del entretenimiento. La película parece proponerse un proyecto que se acerque a ese ideal, pero se queda a mitad de camino. Los flashbacks, mediante los que se hacen funcionar en espejo algunas escenas del pasado y del presente, señalan de forma sumaria el contraste entre la vitalidad de los días de romance de la pareja y la sensación de desmembramiento que la embarga ahora y le quitan buena parte de su fluidez y espontaneidad. En algunos momentos, el director juega un poco a emular esa energía sombría y feroz, acribillada de sufrimiento y de absurdo que es marca de fábrica en las películas de Cassavetes –esto se hace presente sobre todo en la lograda secuencia del motel y en la de la pelea en el hospital–, pero que en esta ocasión resulta saboteada por los inoportunos comentarios musicales del grupo de rock etéreo Grizzly Bear, que tienden a resaltar el costado sentimental de la historia en detrimento de una sobriedad que termina convirtiéndose en excepción. Con dos competentes estrellas como protagonistas, Blue Valentine se muestra incapaz de estar a la altura del tema que tiene entre manos, ocupada en subrayados y en distribuir golpes de efecto visuales (el hombre que en el último plano camina pesadamente hacia un fondo fuera de foco de fuegos artificiales tiene una belleza impostada) que opacan la nobleza que se insinúa en la precisa descripción de una clase social o en la postulación del carácter inaprensible del sentimiento amoroso y el doloroso abismo entre hombres y mujeres.