Pasado y presente de una pareja en ruinas
No deja de ser sintomático que Blue Valentine, la ópera prima de Derek Cianfrance, empiece con un grito. Es un grito dulce, pequeño, inocente, de una nena que llama a su perro, pero que establece ya desde el comienzo mismo del film la angustia que lo irá impregnando poco a poco, mientras somos testigos de la desintegración de una pareja que se amó intensamente y que en poco más de cinco años, con una hija a cuestas, dejó que todo se derrumbara entre ellos.
Premiado en Sundance 2010, luego seleccionado en Un Certain Regard, del Festival de Cannes, y finalmente nominado al Oscar a la mejor actriz (Michelle Williams), el debut de Cianfrance cumplió con todos los pasos del clásico Via Crucis del cine indie estadounidense: rechazo inicial por parte de numerosos productores, demoras de años en remontar el proyecto, rodaje express con escasos recursos y súbita ascensión al cielo de la consagración internacional. Una consagración que quizá pueda parecer excesiva a la luz del film en sí mismo, pero que es comprensible en el alicaído panorama de la producción que nace por fuera de los estudios de Hollywood y que sin embargo –como es este caso– aspira a su reconocimiento, a ser incluida dentro del sistema que originalmente no le dio lugar.
Con inteligencia, Blue Valentine trabaja simultáneamente dos tiempos narrativos. Por un lado, un presente continuo de poco más de 24 horas, en el que Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams) se enfrentan al momento más crítico de su vida en común y, por otro, una serie de flashbacks que dan cuenta del encuentro de la pareja, cuando las cosas no eran fáciles pero aun así parecían tener un porvenir. Al fin y al cabo, él acababa de conseguir un trabajo en una empresa de mudanzas de Brooklyn y ella soñaba con estudiar medicina, a pesar del escaso (por no decir nulo) apoyo de su familia. Y se querían y estaban dispuestos a todo. Un lustro después la realidad los encuentra borrachos, en un sórdido motel, en una suite ambientada a la manera de una nave del futuro, donde lo único que pueden intentar es reunir los escombros de su pasado.
El contraste que provoca esa estructura en principio funciona razonablemente bien. Hay un vacío inicial, un agujero negro entre ambos tiempos que se irá completando a la manera de un puzzle, con piezas que van encastrando unas con otras y personajes que van formando un cuadro más completo de la situación: los compañeros de trabajo de Dean, el ex novio de Cindy, su padre, su abuela... Todos van contribuyendo a pintar el retrato de una clase obrera suburbana condenada a enterrar todos y cada uno de sus sueños.
Lo que molesta del film, lo que le resta la fuerza y la naturalidad que aportan Gosling y Williams –una pareja capaz de trabajar en una sintonía muy fina, aun en las escenas más eróticas y también en las más violentas– es su manierismo. Hay una artificiosidad en la puesta en escena, un exceso de efectos de fotografía, un uso abusivo de la estética clipera y publicitaria que va limando todo aquello que Blue Valentine tiene de real y de verdadero. No alcanza con que Cianfrance filme el pasado con el calor y la textura del Súper 16mm y el presente con la frialdad propia del registro video y sofocantes primeros planos filmados con teleobjetivo. Tiene dos excelentes actores, pero a diferencia de Kelly Reichardt, por ejemplo, que también contó con Michelle Williams como protagonista (en Wendy y Lucy y Meek’s Cutoff) no les da el suficiente espacio, les impone sus lentes, sus caprichos y, en algún caso, también su cursilería, como esa escena en la que ella baila al compás de una canción que él tararea y que parece escapada de otra película.