Nos habíamos amado tanto
Bella y demoledora crónica del comienzo y final de una pareja. Con notables actuaciones.
Al final, en contra de las convenciones de Hollywood y de nuestras esperanzas, habrá que admitirlo: la felicidad y el amor (pasional) perdurables no parecen estar contemplados por la naturaleza. ¿Nos queda algo más? Tal vez, el consuelo del arte: el conjuro de convertir las penas y frustraciones en belleza. No todos podemos hacerlo. El realizador Derek Gianfrance, sí. Lo demuestra en Blue Valentine : crónica de la declinación, agonía y muerte de una relación de pareja, por causas naturales, sin terceros ni atenuantes externos, con una mezcla de ternura, culpa, desesperación y hastío. Una película cruda, intensa, realista: extraordinariamente interpretada y construida.
El director engarza, como un talentoso orfebre, los tiempos del inicio y final del vínculo. El eufórico pasado y el opresivo presente: entre medio, aunque no la veamos, la rutina y su implacable trabajo corrosivo. El efecto de la elipsis y los contrapuntos temporales es demoledor: algo así como mirar fotos viejas en medio de una separación. Las actuaciones de Michelle Williams (Cindy) y Ryan Gosling (Dean) son notables: ambos parecen escindirse entre la propia juventud y la madurez; en este último caso, sus caras, cuerpos y actitudes reflejan el peso de los años y los sueños incumplidos.
El pasado está filmado en 16 mm, lo que le otorga calidez y distancia; el presente está captado en planos cortos y cerrados, plagados de señales de malestar: a pura asfixia. Dean, que es pintor de casas, parece más satisfecho consigo, como si sólo aspirara a una versión mejorada de su vida. Cindy, que intentó ser médica y es enfermera, carga con una amargura terminal, acaso más realista. Aunque el personaje de él provoca mayor empatía (no sólo masculina), Gianfrance elude, con inteligencia, cualquier maniqueísmo. No hay culpables ni desdén ni desamor: apenas la trágica erosión de los años.
El director -un claro admirador del cine de John Cassavetes- les indicó a los actores que cambiaran los roles arquetípicos de género. Otro gran acierto. Dean, entonces, funciona como el personaje más tierno, más cercano a la pequeña hija de la pareja, más apegado al hogar; lo que el prejuicio marca como más “femenino”; Cindy es menos demostrativa, menos romántica, más fría e impulsada hacia la vida externa.
Hay secuencias inolvidables. Como una en la que Dean, buscando salvar lo insalvable, incurre en lo que no hay que incurrir: el remedo del pasado . Para eso, invita a Cindy a pasar una noche en un hotel.
Reserva una habitación temática: la habitación del futuro . El cuarto es artificial, frío, mecanizado, patético: la antítesis de los climas que la pareja conseguía, al comienzo del vínculo, sin proponérselo. Nada que se parezca al placer ni la felicidad ocurrirá entre la escenografía de ciencia ficción hotelera.
La película juega con la incapacidad de seguir y la de separarse. La pareja, en pleno ocaso, se sigue queriendo, a su manera, pero no puede recuperar la pasión. No tiene escapatoria: no hay vuelta atrás, ni una salida que excluya el dolor y el desamparo. Al final, alivia pensar en la frase “Uno siempre debe arriesgarse a fracasar”. Gianfrance la dijo por el cine. Pero también es aplicable al amor y a la vida.