Con una estructura no lineal que intercala el pasado y el presente, el drama cuenta la historia de un amor
Hace tiempo que el recurso de armar un relato cinematográfico a partir de una línea de tiempo fracturada, no lineal, que avance y retroceda según las necesidades del guión, dejó de ser original. El uso y abuso que Alejandro González Iñárritu hizo del mecanismo narrativo logró extirparle casi toda su capacidad de interesar y entretener más allá de la manipulación emocional a la que el director mexicano acostumbra. Y sin embargo, eso es lo que consigue Blue Valentine: una historia de amor. Pero no sólo eso. Porque este drama romántico además conmueve mucho más allá de su estructura repetida, especialmente en el cine independiente.
Con las emociones siempre a flor de piel y al borde del desborde, los personajes centrales, la pareja formada por Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams), transitan situaciones cotidianas que los llevan al límite de su historia juntos y al dolor de la pérdida y el fracaso del proyecto en común. Y gracias a esos saltos temporales que forman parte del desarrollo de la trama, el espectador consigue entender qué es exactamente lo que Dean y Cindy están perdiendo. Un duelo compartido que justifica con creces la suspensión de la lógica cronológica.
Aquí, a partir del derrumbe de una pareja se muestra cómo fue construida, tiempos mejores en los que ladrillo a ladrillo se armaban los cimientos de un amor fuerte, aparentemente indestructible y eterno. En el centro de la zona del desastre están Cindy y Dean, en ellos recae todo el peso dramático del relato, armado a partir de viñetas del pasado y el presente, pequeños detalles que de a poco, con sutileza, pintan un cuadro complejo, tan sombrío como luminoso.
Magníficos actores por separado, Williams y Gosling juntos, en las escenas que comparten, consiguen dotar a sus personajes de una humanidad y una densidad que nunca pierden de vista el tono realista marcado por la dirección del debutante Derek Cianfrance. Esa secuencia del pasado en la que unos jóvenes Dean y Cindy elaboran un brillante momento musical callejero, partes iguales de juego de seducción y sincero desamparo, coloca a la película en un estado de gracia inusual. Algo similar sucede con un pasaje bastante menos feliz del presente de la pareja que transcurre en una habitación de hotel ridículamente futurista. Allí, gracias al trabajo del director de fotografía Andrij Parekh, la falta de circulación de aire, la asfixia del amor entre Dean y Cindy, se traduce en unas imágenes tan extrañas como bellas. Y aun en medio del desastre aparece el humor -amargo pero humor al fin-, que reconfirma la habilidad de los intérpretes.
Tal vez el punto débil del film esté en las excesivas explicaciones, como de manual de psicología, respecto de las motivaciones de Cindy y Dean para convertirse en pareja primero y autodestruir su vínculo después que aparecen hacia el final de la película. Claro que el innecesario subrayado no le quita mérito a un film profundo y conmovedor.