Infinitos colores chirriantes.
Caóticos, mágicos, buena onda: el héroe afeminado con cerebro de algodón de azúcar, el plancton villano, Patricio Estrella controlando helados con la mente y un delfín guardián del universo: la lisérgica magia cartoonera que derrumba las fronteras etarias. Las mentes más delirantes y creativas de la animación americana -al menos en productos populares- deben estar en South Park y en Bob Esponja. El primero, representante hardcore del sarcasmo, el cinismo y la escatología, el segundo, su opuesto naif en colores chicle, no menos genial e igual de desquiciado en su desborde creativo. Esta secuela es una ametralladora de chistes buenas vibras que nos agujerea el pecho y nos hace brotar chorros de sangre fucsia y vómito con los colores del arcoíris. La alegría es tal que Banderas no molesta.
Un milagro del dios delfín hace que Bob y su banda formen parte del mundo real a la manera de Homero al cubo en aquel épico episodio del día de brujas de Los Simpsons. En nuestro mundo tratarán de recuperar la receta que puede solucionar el gran conflicto de un Fondo Bikini distópico a lo Mad Max. El eje de la historia y su leitmotiv quedan nucleados en el trabajo en equipo. Porque así como toma el concepto de las películas de superhéroes, nuestro héroe deja bien en claro que si no hay equipo no hay nada. Bob no pretende ser Superman, sino parte de un engranaje solidario más cercano al espíritu hawksiano que al individualismo del hombre de acero.
Sorprende el desmadre de imaginación y libertad. Los chicos que crecieron viendo a Bob esponja y su mundo de colores chillones y creatividad pletórica, seguro serán mejores que nosotros.