La diversión como derecho irrenunciable de la humanidad
Cuando en 2004 Bob Esponja saltó de la pantalla chica a la grande, la expectativa estaba puesta en ver cómo el espíritu de la serie creada por Stephen Hillenburg se adaptaba a la extensión cinematográfica. La prueba se pasó con holgura, básicamente porque Hillenburg no se amilanó y -por el contrario- aumentó la apuesta del personaje: Bob Esponja es uno de los padres -junto a Los Simpson, Ren y Stimpy y la factoría Cartoon Network- del proceso de revisionismo que vivió el cartoon televisivo en los años ’90. Una usina desbordante de ideas que no encontró parangón -en la época- ni en el cine ni en la música. Y Bob Esponja, decíamos, es la quintaesencia del dibujo clásico, tanto en trazo como en términos narrativos, pero que la mirada contemporánea le adosó elementos temáticos y formales que convocaron a una renovación inusitada en el lenguaje de los dibujos animados: la tensión que generaba el slapstick es traducida como una histeria de los personajes que extreman aquel espíritu salvaje de Chuck Jones y lo llevan a límites insospechados, que en esta creación de Hillenburg incluye hasta cuestiones sexuales.
Once años después Bob Esponja vuelve a tener una película, que si bien no alcanza la cima de aquella primera -básicamente porque cuando se descubre la fórmula que moviliza el humor salvaje, pierde efectividad- sigue siendo un lugar placentero y estimulante, con una narración que se construye y repliega ante los ojos del espectador, develando sus entresijos, y que suma a los adultos por una acumulación de capas que multiplican los subtextos. En Bob Esponja: un héroe fuera del agua sigue la burla -a través de esa McDonald satírica que factura “cangreburguesas- al capitalismo, el juego constante con los límites de la animación y la realidad, la hipérbole gay en el espíritu de algodón colorido del protagonista, el absurdo del orden narrativo dentro de una película que es claramente disruptiva en su andamiaje, y se suma ahora una mirada burlona a la industria del cine y su arbitraria capacidad para construir héroes más grandes que la vida misma.
Uno de los grandes aciertos de estas películas, y de ahí una muestra de cómo Nickelodeon protege el producto, es que sus directores son quienes han estado involucrados con la serie animada durante muchísimos años: la primera fue dirigida por el propio Hillenburg, mientras que ahora toma las riendas Paul Tibbitt. Esto, lo que garantiza, es una coherencia formal y temática, que respeta cabalmente el espíritu original. Y nadie puede acusar de traición a una película que se da el lujo de exhibir a un Dios delfín como centro del universo, aburrido de su trabajo rutinario.
Lo realmente valioso de Bob Esponja: un héroe fuera del agua es, más allá de lo efectiva o fallida que puede ser por momentos (a esta segunda parte le cuesta arrancar y la primera media hora es un poco atolondrada en su búsqueda del chiste constante), su irrenunciable pasión por destruir todas las estructuras que encuentra a su alrededor y por apuntalar a la animación como un espacio donde la forma se convierte en un material totalmente maleable. Pocas películas contribuyen tan desaforadamente a potenciar la imaginación, y que esto tenga como destino fundamental al público infantil es una cualidad para destacar. Vaya uno a saber qué demonios decodifican los pibes de la serie de estímulos que arroja Bob Esponja a cada minuto y de la estética kitsch que contamina tanto su forma como su espíritu, pero sin dudas fortalece la imaginación y le da a la diversión carácter de derecho ineludible de la humanidad.
Porque Bob Esponja es eso, un lugar para sentirse feliz sin culpas.