Hay que salir del agujero interior
Simón Franco sorprendió hace poco más de dos años con la poco vista Tiempos menos modernos, una comedia asordinada sobre un baquiano de origen tehuelche cuya vida daba un giro de 180 grados después de la llegada de la televisión a la Patagonia. Boca de pozo toma las mismas coordenadas geográficas, centrándose en un personaje perdido en ese terreno yermo, aunque en este caso en un complejo petrolero inhóspito, casi perdido.
Como en su ópera prima, Simón Franco dedica los primeros minutos a mostrar el devenir de la rutina de su protagonista, el operario Lucho (notable Pablo Cedrón). Rutina que no presenta demasiados sobresaltos: de la cama al pozo y del pozo a la cama. El film acrecienta aún más el efecto alienante de lo cotidiano retratando la operativa maquinal -y todo el automatismo reiterativo que esto implica- de las moles de acero sobre las que él trabaja.
El panorama cambia cuando llega al pueblo durante una huelga laboral. Allí se verá que, detrás de esa aparente calma, subyace un personaje pleno de matices: infiel, apostador compulsivo, no demasiado apegado a su familia y con un alcoholismo incipiente. Sin el humor solapado de Tiempos menos modernos, pero con mucha más espesura emocional, Boca de pozo empieza a complejizarse a medida que ausculta en los recovecos de Lucho.
Podría pensarse a Boca de pozo, entonces, como una reversión tonal de los trabajos patagónicos de Carlos Sorín, desde Historias mínimas hasta la gran Días de pesca: allí donde antes había luz, inocencia y bondad, aquí todo es lóbrego, oscuro y silencioso, más allá de que Franco se reserve para el desenlace la potencialidad de un cambio. Cambio que quizás sea el deseo subrepticio del protagonista, incluso cuando ni siquiera él mismo pareciera saberlo.