La decisión de contar de otra manera
Con un notable trabajo de Pablo Cedrón en el papel protagónico, la película se esmera en evitar la empatía fácil con el espectador. E introduce un matiz no tan habitual en el cine argentino de estos tiempos, relatar a partir de las acciones.
El pulovercito claro da la voz de alarma. Poco antes del final de Boca de pozo, el protagonista, trabajador petrolero que no da pie con bola y hasta entonces apareció vestido siempre con ropa oscura, se presenta en familia, sonriendo junto a su esposa e hijo, con un pulovercito claro. Alarma de símbolo: ¿significa el pulovercito que Lucho resolvió sus problemas, se le aclaró la vida de golpe? Por suerte, Boca de pozo, ópera prima de ficción del neuquino Simón Franco (1968), no es Las acacias o cualquier otra película por el estilo. No termina con la súbita buenificación del (anti)héroe, de modo de complacer a su majestad el espectador, siempre tan deseoso de identificaciones positivas. Lucho no se abuena ni deja de hacerlo: Boca de pozo es un simple corte en el tiempo, que termina donde termina. Después del final, la vida de Lucho sigue. El espectador nunca sabrá si bien, mal, mejor o peor. El pulovercito claro no era un símbolo: era un pulovercito, nomás.
Como Algunos días sin música tiempo atrás, Boca de pozo es una “tapada”. Llega al estreno sin un notorio paso previo por festivales (Pantalla Pinamar en este caso, Mar del Plata en el otro, sin mayor repercusión de ninguna de ambas), sin ese runrún que suele acompañar las películas que hay que ver (incluso las que no hay que ver), sin recomendaciones y casi sin que se conozcan nombres y antecedentes del director. Matías Rojo, realizador de Algunos días sin música, era un debutante. Simón Franco no. Pero para recordar que tiene una película previa (el muy premiado documental Tiempos menos modernos, 2011) se requiere un pequeño esfuerzo. No se requieren más que dos o tres planos para advertir, de entrada, que el director de Boca de pozo sabe qué quiere contar. Dónde poner la cámara, cuánto hacer durar cada plano, qué clase de elipsis utilizar para que la narración fluya sin perder misterio.
Boca de pozo responde al modelo de “película patagónica”, impuesto, más allá de las gigantescas diferencias, por films como Nacido y criado, Liverpool y La reconstrucción: historias de trabajadores manuales, enfrentados al viento y el frío en una soledad que presupone el corte de previas relaciones familiares. Como Diego Peretti en la última de ellas, Lucho (Pablo Cedrón) trabaja en la industria petrolera. Pero Peretti era ingeniero, y Lucho la yuga desde temprano allí donde indica el título: en las torres de Comodoro (el realizador vivió largos años allí), vigilando que el pistón entre y salga del pozo. Tiene un amigo. O tal vez sea sólo su compañero de tráiler. Es Gary (el chileno Nicolás Saavedra, a quien lo único que se le entiende es la palabra “culeao”). Gary es más joven que él, cenan juntos comida precongelada, ven la tele o juegan a la play. En el medio, Lucho trata de estudiar para un curso de capacitación. Mucho no puede. “No me entra nada –dice–. Leo y leo y no me queda.”
A la play juegan por plata y Lucho siempre pierde, frente a un rival más joven y más rápido. El juego, la plata y perder parecen elementos capitales en la vida de Lucho. Tiene una deuda de juego que no puede levantar, para levantarla pasa números de quiniela o va al casino, pierde más y agranda la deuda. Igual, en la vía no está. En Comodoro tiene casa, mujer (Paula Kohan) e hijo. Es dueño, además, de un “BM”. Pero lo quiere hacer plata para saldar la deuda. Mientras tanto chupa, toma merca, fantasea con irse a Neuquén con una chica que no está muy claro si es una amante o una puta a la que visita regularmente. Sobre un guión del que participó Salvador Roselli (que intervino en El perro, Liverpool y... ¡Las acacias!), Simón Franco no cae, en relación con su protagonista, en el desprecio, el miserabilismo o la romantización de la derrota. Lo mira hacer. Sin juicios, sin pretender llevarlo a ningún lado.
Boca de pozo no es lo que el cine es cada vez más seguido –una fábula moral–, sino lo que está en inmejorables condiciones de ser y es cada vez menos: un relato de acciones. Acciones físicas, concretas: los pistones que suben y bajan, los hombres que hablan poco y se guardan cosas, un paro gremial en la planta, una borrachera en un karaoke, la vista perdida de Lucho en medio de un polvo. “Me perdí”, dice Lucho durante el karaoke, tratando de seguir la “melodía” de La vuelta del Matador, de Cacho Castaña. Esto es cine. Eso quiere decir que las acciones físicas pueden ser, también, metafóricas. Los émbolos, que no dejan de repetir la misma mecánica al infinito, tal vez estén diciendo algo sobre la angustia de Lucho. La narración es seca y directa, y la actuación de Pablo Cedrón, áspera, lacónica, reconcentrada. Cargada de un cansancio que quizá sea algo más que físico.