Roja y radiante va la novia.
El casamiento es el rito que da carácter formal a uno de los pasos -o ÉL paso- más importante en la vida de una pareja. La dupla de directores Matt Bettinelli-Olpin/Tyler Gillett utilizan este hito ceremonial como la base sobre la cual construyen Boda Sangrienta, una rara avis con partes iguales de terror, suspenso y humor negro.
Grace (Samara Weaving) acaba de contraer sagrado matrimonio con Alex Le Domas, uno de los herederos de una fortuna cuya riqueza descansa en los hombros de la centenaria compañía familiar, fabricante de juegos de mesa clásicos. Tras la ceremonia en la mansión de su flamante familia política, Grace se prepara para su noche de bodas, pero los Le Domas tienen otros planes. Es su tradición jugar un juego de mesa, de su creación, junto a la nueva integrante del clan al finalizar el día de la boda. Si bien puede parecer una costumbre particular, la sorpresa de Grace será aún mayor al descubrir que el juego en cuestión consiste en sobrevivir hasta el amanecer evitando ser asesinada por sus nuevos parientes, temerosos de una maldición que podría caer sobre ellos si no llevan a cabo el sacrificio.
Con este planteo, el relato se convierte en una odisea que combina todo el tiempo lo lúdico con lo macabro, ese entretenimiento morboso devenido en cacería humana, y sabe jugar todo el tiempo al límite del verosímil para sacar lo mejor de cada secuencia. Temáticamente guarda ciertas similitudes con Cacería macabra (You’re Next, 2011) de Adam Wingard, otra historia siniestra que involucra un clan de elite. Pero hay un detalle no menor: allí donde la clase alta era la presa, en Boda sangrienta se transforma en la cazadora. Al mismo tiempo es inevitable unir los puntos que la conectan con la actualidad social y política del Estados Unidos de la era Trump, una realidad en la cual las clases altas parecen disfrutar todos los privilegios que se son negados al resto. El espíritu anti-meritocrático de los antagonistas también dice mucho sobre las ideas volcadas en el guión de Guy Busick y Ryan Murphy.
Samara Weaving hace un buen trabajo poniéndole el cuerpo a una protagonista femenina cuyo proceder va mutando conforme la trama va avanzando, y representa la antítesis del resto de los personajes: una chica de clase baja que vivió toda su infancia y adolescencia en hogares adoptivos, dentro de un universo que no hace lugar a construcciones sexistas: hay hombres y mujeres tanto fuertes como ineptos en igual medida, así como los hay ambiciosos y sorpresivamente compasivos.
La mixtura de géneros logra que -en unos ajustadísimos 95 minutos- Boda sangrienta salte con habilidad y casi sin esfuerzo del terror a la comedia negra y del suspenso al absurdo total, en ocasiones deteniendo por completo la marcha para dar un golpe de timón que más de uno jamás anticiparía. Y que nadie se atreva a decir jamás que los casamientos son todos aburridos.