La historia del cine está llena de películas que combinan terror y comedia con buenos resultados. Desde clásicos como La danza de los vampiros de Roman Polanski hasta algunos títulos de Sam Raimi, ambos géneros se conjugan para meter miedo y hacer reír al mismo tiempo. Y si a esta mezcla se le agrega un toque de sadismo lúdico autoconsciente con reminiscencias góticas de la productora Hammer, como es el caso de Boda sangrienta, mejor.
La comedia de terror gore dirigida por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett llega precedida por elogios del público y de la crítica. Y se comprende el entusiasmo, ya que el filme se da el lujo de jugar de la manera más desprejuiciada, sangrienta y cruel con sus personajes, además de mostrar cierto ingenio formal y entregar un par de escenas memorables.
La película protagonizada por la australiana Samara Weaving (de rostro parecidísimo al de la también australiana Margot Robbie), como la novia/heroína/final girl víctima de una familia de millonarios desquiciados, es un divertido chisporroteo de sangre con gags efectivos y situaciones de alta tensión filmadas con espíritu clase B, sentido del suspense y mucho amor por productos como los de La dimensión desconocida.
Una joven pareja acaba de casarse y la novia tiene que cumplir con un antiguo ritual de iniciación de la excéntrica familia del novio, que consiste en jugar un juego mortal creado por un tal LeBail. Grace, la novia, tiene que sacar una carta de una caja pequeña y jugar el juego que le toque.
Es así como, al tocarle el juego de las escondidas, la muchacha tiene que esconderse y los miembros de la familia tienen que cazarla, literalmente, antes de que amanezca. A Grace primero la casan, luego la cazan. Y como toda persecución a lo gato y ratón, llega un momento en que no se sabe muy bien quién caza a quién.
La clave de Boda sangrienta es que, ante la inverosimilitud de su argumento, la dupla de directores logra que la propuesta sea un sólido, aunque no brillante, desenfado de risas y situaciones desesperantes. Saben cómo sacarles provecho a los momentos más humorísticos, logrando que el sadismo se vea alivianado por la comicidad. Algunas escenas se destacan por la pericia con la que están construidas, por el timing, por la economía narrativa y por la acertada fotografía.
El pecado es que la excesiva y notoria autoconciencia deja la sensación de que nada importa demasiado. Lo positivo es que, si bien el desenlace se deja adivinar, el giro final es una gozada total, sobre todo para el público exigente en materia de géneros de bajo presupuesto y alto flujo sanguíneo.