Con un espíritu festivo y nada pretencioso, Boda sangrienta se piensa como una farsa sobre varios de los temas en danza en las historias de terror: la familia como origen de los miedos y las terribles consecuencias de no pertenecer al mundo prometido. Esas ideas que las películas de Jordan Peele ( ¡Huye!) y Ari Aster ( Midsommar) visten de sofisticación, el eufórico experimento de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett no solo las recrea en sus términos disparatados, sino que las tiñe de un gore aristocrático y medieval, celebrado en el seno de una familia de millonarios con ambiciones de privilegiada posteridad.
Grace (Samara Weaving), huérfana de afecto, cree haber encontrado a la familia perfecta en la mismísima noche de bodas. Pero, como ya lo sabemos, las apariencias siempre engañan. Y es en el día de su casamiento, todavía vestida de blanco, cuando descubre que sus suegros han celebrado el más sangriento de los pactos fáusticos, en el que ella parece tener un papel estelar.
Quizás el único defecto de la película sea asegurarnos una y otra vez la clave que la atraviesa, condensada en la desesperada frase de Grace: "¡Maldita gente rica!". Pero más allá de ese pecado perdonable, los directores asumen con desenfado un estilo lúdico que llega hasta el límite, heredero de los años del mejor terror de De Palma (con homenaje al final de La furia incluido) y de esa máxima de toda película sobre el miedo: no hay nada peor que la familia unida.