Colosal, lúcida, intensa. Como Queen, así es Bohemian Rhapsody. Desbordante de energía, musical hasta la médula, carente de morbo innecesario, ver esta esperada película sobre la vida de Freddie Mercury es una de esas experiencias que pasan muy cada tanto, cuando todo se alinea.
Normalmente acá escribiría una sinopsis y opinaría mal-bien-esto-me-ha-parecido, pero Bohemian Rhapsody no me lo permite. Porque no fue solo ver una película, fue mucho más.
Salí del cine con un nudo en la garganta, como sobrepasada por lo que había acabado de ver. Poco más de dos horas de las mejores canciones de la historia, llevadas adelante por actores inspiradísimos (y parecidísimos) haciendo el papel de sus vidas, para narrar un guion que cuenta justo lo que debe.
Ahí donde se esperada el morbo de la vida íntima de Freddie Mercury, alcanzó la puerta de un baño público, alcanzó una toma en una discoteca con él abriéndose paso entre decenas de hombres al ritmo de “Crazy little thing called love”. ¿Hace falta más? No. Para eso están todo el resto de las películas y series. Freddie y Bohemian Rhapsody van más allá.
También alcanza una mesa con polvo blanco para hablar de adicciones, sin necesidad de rebajar al ídolo y mostrarlo de forma cruda en sus miserias para que entendamos que tuvo que lidiar con eso. ¿Hace falta más? Tampoco.
Las películas biográficas o basadas en hechos reales tienen el desafío de contar algo más y llegar a destino de una forma suficientemente buena como para tenernos comiendo de su mano aun cuando sabemos cómo termina. En este caso, la clave es el detrás de escena de la creación de las canciones. Perdón, de LAS canciones. A veces parece que todo es frivolidad y vacío. En tiempos de efectos especiales, de filtros, de letras que no dicen nada y de melodías confusas, cuando es estrella quien muestra todo sin decir nada, ahí, abriéndose paso entre el fango, aparece el diamante dispuesto a brillar. Y ahí estamos nosotros, que vamos a una sala a que nos cuenten una historia, mirando encantados cómo se gestó la música que musicaliza nuestras vidas. Sí, porque esa es la diferencia: Bohemian Rhapsody es una película sobre música.
Y no olvidemos el humor. Si después de ver Bohemian Rhapsody, escuchás la parte de “Galileo, Galileo” sin recordar una gallina, algo falló. El humor se repite una y otra vez, regalándonos grandes momentos de comedia en una película que pensábamos que era la sórdida biografía de un ídolo que murió joven de una enfermedad espantosa. Y ahí estamos, riendo con los agudos de Roger Taylor (Ben Hardy). O aplaudiendo junto a Brian May (Gwilym Lee), John Deacon (Joseph Mazzello) y las esposas de todos. También ahí estamos, una hora más tarde, celebrando el Live Aid, con un nudo en la garganta, porque sabemos el final que la película no muestra.
Bohemian Rhapsody es una película que no falla en nada. Rami Malek se entrega en cada músculo y en cada diente para que nos lo creamos de principio a fin. Y lo hacemos y lo aplaudimos como si del mismísimo Freddie Mercury se tratara, aunque sabemos que no, pero se nota que ha dejado todo para hacérnoslo creer por dos horas. Firmamos, felices, ese acuerdo tácito. Bien hecho, Rami.
Con la sensación de haber recibido una muestra gratis de lo que jamás sucederá de nuevo, la película se vive como un pequeño recital de Queen. La oscuridad y la gente ayudan. No lo es, pero un poquito se siente. Después llegará el ritual obligado: volver a descubrir canciones sabiendo un poco más, poniendo la lista de reproducción en modo eterno.
Puntaje: 10/10
Duración: 134 minutos
País: Reino Unido / Estados Unidos
Año: 2018