No hay por qué negarlo. Después de ver "Bohemian Rhapsody" uno sale del cine emocionado, en estado de gracia y con los himnos de Queen resonando en la cabeza. Pero esta excitación y este entusiasmo no pueden nublar el juicio sobre la película, que es otra cosa. La demorada (y esperada) biopic sobre la vida de Freddie Mercury se encuentra en un balance perfecto: tiene tantas virtudes como defectos. Por cada acierto suma una torpeza, desde el primer minuto. No es de extrañar que su principal defecto sea la superficialidad del relato, teniendo en cuenta que dos integrantes de Queen (Brian May y Roger Taylor) figuran como productores ejecutivos. Esta es una "historia oficial" bastante lavada, donde los hechos se cuentan como en una cronología de Billiken, con frases trilladas para hacer dulce. Los orígenes de Mercury, sus relaciones y sus elecciones sexuales pasan por la pantalla como un recital más o la edición de un disco. Entonces a la película le falta carnadura, y uno no termina de creer en los personajes. En el haber, por otro lado, hay varios ítems, aunque ninguno llega a conformar un hallazgo. El casting, en primer lugar, es genial. Rami Malek no imita a Mercury, lo personifica. Y el resto de los integrantes de Queen está a tono. El ritmo narrativo es efectivo (la película tiene pocos baches en sus 134 minutos) y su estructura circular funciona muy bien: empieza y cierra con el histórico concierto del Live Aid de 1985, donde Queen tocó para una multitud, pocos días después de que al cantante le diagnosticaran sida. Sin golpes bajos ni efectismos, y con una recreación que transmite la potencia de la banda en vivo y el carisma de Mercury como showman, "Bohemian Rhapsody" logra captar ese último y épico momento de gloria.