Justicia perseguirás, contra viento y marea No es extraño que hayan pasado casi cuatro décadas entre un acontecimiento excepcional como el Juicio a las Juntas militares de la década del 80 y una película como “Argentina, 1985”, que indaga justamente en ese hecho parteaguas. Abordar desde el cine lo que podríamos llamar la Historia con mayúsculas es siempre complejo y riesgoso. Y por eso el primer gran mérito del filme que se acaba de estrenar en los cines _en medio de una gran expectativa_ es tomar un tema que sin dudas se venía evitando, sea por no meterse en terrenos políticos pantanosos desde un presente siempre crispado, o sea por no encarar una producción que requería una inversión importante. Con el apoyo crucial de un gigante del streaming (Amazon Prime) y de varios productores de peso (entre ellos el conocido Axel Kuschevatzky y la ejecutiva de Marvel Victoria Alonso), el director Santiago Mitre (“El estudiante”, “La patota”, “La cordillera”) se hizo cargo del desafío. Y entre todos los abordajes, narradores o puntos de vista que ofrecía este hecho, Mitre y su coguionista habitual Mariano Llinás eligieron uno muy preciso y atinado: los fiscales Julio César Strassera (Ricardo Darín) y Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani), los hombres que contra viento y marea llevaron adelante el juicio a las juntas militares por las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura militar. Strassera es presentado como un hombre casado con dos hijos, un funcionario judicial gris, cansado y descreído, que en plena primavera democrática sospecha (no sin razón) del accionar “de los servicios”. El Juicio a las Juntas estaba ahí, a la vuelta de la esquina, pero los tribunales militares que debían llevarlo a cabo no se expedían sobre el asunto, y así el juicio quedó en manos civiles, más precisamente en la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Buenos Aires, cuyo fiscal era Strassera. Claro que Strassera no quería saber nada con esta “papa caliente” que ni siquiera el gobierno de Alfonsín estaba muy convencido de apoyar, pero como una suerte de antihéroe queda atrapado en el remolino de la historia y elige ponerse del lado correcto. El fiscal adjunto que lo va acompañar en la acusación es Moreno Ocampo, un abogado joven que proviene de una familia patricia ligada a las Fuerzas Armadas. Moreno Ocampo quiere convencer a la opinión pública de las atrocidades de la dictadura, pero primero tendrá que lidiar con su propia madre y su clase social, fuertemente vinculada al poder económico y militar. “Argentina, 1985” no disimula su ambición: es una película clara, accesible, pensada para conectar con un público amplio y de alcance internacional. Su clasicismo remite directo a la tradición hollywoodense. De hecho Mitre habló de influencias y citó títulos como “Todos los hombres del presidente” (de Alan J. Pakula), “Munich” (de Steven Spielberg) y hasta el cine de John Ford. Desde ahí el director combina varios subgéneros (drama judicial, thriller psicológico, drama familiar) en una estructura narrativa que no tiene fisuras. El guión de la película fluye (es el mejor momento de la dupla Mitre/Llinás), sin caer nunca en la tentación del didactismo o el bronce y la solemnidad. Incluso se cuela el humor (sobre todo desde el personaje de Strassera, un gruñón un tanto paranoico), muy necesario para descomprimir el tremendo peso dramático del juicio en sí. En una escena tragicómica y memorable, Strassera/Darín desecha abogados veteranos para la investigación de los crímenes porque todos se han vuelto “fachos, un poco fachos o muy fachos”, y después Moreno Ocampo propone convocar a profesionales recién recibidos o incluso estudiantes de Derecho, cuya selección también es recreada en una secuencia marcada por la soltura y el desparpajo. Por otro lado, la reconstrucción de los testimonios de las víctimas es tan precisa como demoledora. El director toma algunos testimonios emblemáticos y los recrea con su extensión, pausas y tensión originales, lo cual basta para dimensionar el nivel de violencia y sadismo que ejerció la dictadura. El relato que hace la víctima encarnada por la actriz Laura Paredes (una embarazada torturada y separada de su hija recién nacida) detiene la película en un instante (es tan intenso que parece durar sólo un instante) que justifica la película y eleva su calidad de imprescindible. Lo mismo pasa con el alegato final de Strassera, aquel que cerraba con la célebre frase “Nunca más”. Darín y Lanzani completan el cuadro con actuaciones admirables por su contención, muy lejos de imitaciones o estridencias. Darín en particular parece haber esperado toda una vida para este Strassera, que ahora le llega en el momento justo. Los actores secundarios también se destacan (en especial Norman Brisky, la mencionada Laura Paredes, Claudio Da Passano y Carlos Portaluppi), y aquí ningún secundario es simplemente accesorio. La posibilidad de quedar seleccionada en la competencia de los Oscar como película extranjera aumentó las expectativas alrededor de “Argentina, 1985”, que sólo se estrenó en algunos complejos de cines porque las grandes cadenas (Showcase, Cinépolis y Hoyts) boicotearon el estreno en su disputa con Amazon (que la subirá a su plataforma a fines de octubre). Pero la película de Mitre está pensada para el gran público, está concebida como un acontecimiento que merece ser visto en pantalla grande y también merece, por supuesto, ser un éxito.
Una vida devorada en la vorágine mediática ¿Qué más podría contarse de Lady Di, una de las celebridades más relatadas, fotografiadas y discutidas de las últimas décadas? Ya hay cientos de libros, documentales, películas y especiales de televisión sobre la princesa de Gales. Sin embargo, el realizador Ed Perkins (nominado al Oscar por el corto “Black Sheep”) logró una vuelta de tuerca en su documental “Lady Di” (que aquí se estrenó en cines y en EEUU ya está en HBO Max con el título “The Princess”). Perkins se basa exclusivamente en materiales de archivos públicos. Su documental no incluye ni imágenes inéditas, ni opiniones ni testimonios actuales. Son imágenes y audios que en su momento aparecieron en la mayoría de los medios pero que, vistos desde el presente, adquieren otra dimensión y hasta disparan una nueva lectura. Acá la historia de Diana se cuenta sola (el director nos hace creer eso hábilmente) a través de las miles de horas que los medios de comunicación han dedicado a su vida y su figura, desde su casamiento con el príncipe Carlos cuando ella tenía sólo 19 años hasta su trágica y prematura muerte en París, pasando por el nacimiento de sus hijos, su enorme popularidad, su conflictivo matrimonio, sus problemas de salud, sus cortocircuitos con la realeza y su agrio divorcio. Es revelador descubrir en algunas filmaciones oficiales del matrimonio real en sus comienzos la evidente incomodidad de Diana, entonces disfrazada de timidez. Y también ver cómo se naturalizaban en los años 80 las actitudes machistas del príncipe, que contaban con la aprobación pública tanto de hombres como de mujeres. Pero, por sobre todo, en el relato audiovisual de Perkins queda abiertamente de manifiesto la manipulación mediática de la figura de Lady Di, que pasó de la fascinación inicial del cuento de hadas al posterior maltrato y acoso constante de paparazzi en busca de carroña, mientras los medios sugerían que era ella quien buscaba publicidad. Por supuesto que los mismos medios después de su muerte la transformaron en un ícono cultural y la veneraron como si fuera una santa, pero el documental no llega hasta ahí. Afortunadamente, la reflexión final queda del lado del espectador.
La huella brutal de la violencia en tiempos oscuros “Un crimen argentino” llegó a los cines de todo el país, pero en Rosario decididamente no es un estreno más. La película protagonizada por Nicolás Francella, Matías Mayer y Darío Grandinetti, y dirigida por el cordobés Lucas Combina, se filmó enteramente en Rosario, está basada en la novela de un rosarino muy conocido (Reynaldo Sietecase) y está inspirada en un famoso caso policial que sacudió a la ciudad en 1980. “¿Es “Un crimen argentino” la mejor película sobre Rosario hecha en Rosario?”, me preguntaba un periodista especializado en policiales que estaba muy entusiasmado con el film. No sé, tal vez. Lo cierto y lo concreto (y lo que la convierte en un acontecimiento) es que es una película coproducida por dos pesos pesados de la industria internacional (Warner y HBO) y que tiene un fuerte anclaje local. Por eso para el público rosarino no es (no debería ser) un estreno del montón, y su mirada seguramente estará condicionada por recordar o por conocer más de cerca que otras audiencias los hechos reales que dispararon la trama. La película se centra en uno de los homicidios más brutales cometidos en la Argentina: en Rosario, en diciembre de 1980, el abogado Juan Carlos Masciaro secuestró y mató al empresario Jorge Sauan, miembro de una familia rica dedicada al negocio textil. El cuerpo de Sauan, sin embargo, nunca apareció, o al menos no apareció de la forma en que se esperaba. En esta ópera prima de Lucas Combina (que escribió y dirigió la premiada serie “La chica que limpia”), los protagonistas son los dos jóvenes secretarios de juzgado que van a investigar el caso. Uno es Rivas (Nicolás Francella con look setentas y con bigote, cada vez más parecido a su padre) y el otro es Torres (Matías Mayer, una revelación en la pantalla grande). Esta dupla de abogados, que funciona como la típica pareja despareja, no la va a tener fácil: están presionados por la familia del empresario desaparecido (que aquí se llama Gabriel Samid) y principalmente por los militares (1980, plena dictadura) que quieren una resolución rápida del caso. El juez Suárez (un impecable Luis Luque) les pide ser “prolijos” en la investigación, pero la interferencia militar va a ser feroz. En su primera mitad “Un crimen argentino” avanza con cierta dificultad: por momentos se empantana en los pasillos de Tribunales, en las internas con los militares o buscando una química entre los protagonistas que no termina de aflorar. Recién cuando aparece en primer plano el principal sospechoso (el abogado Mariano Márquez, un estafador que acaba de salir de la cárcel), el relato encuentra su pulso narrativo y la tensión que requiere un thriller. Márquez es inteligente y frío, es un manipulador de pies a cabeza, pero habla con un aplomo que lo hace parecer creíble, y Grandinetti logra imprimirle al personaje esa ambigüedad oscura. Si bien el director se encargó de remarcar en distintas entrevistas que la dictadura sólo funciona como “un contexto” de la trama policial, en la pantalla aquellos a los de plomo también funcionan como protagonistas. Están los personajes de rigor (el temible comisario torturador que encarna Alberto Ajaka y el militar del alto rango que personifica César Bordón), pero por sobre todo está ese clima de opresión y de amenaza latente que la película transmite con mucha precisión. Un párrafo aparte merece la recreación de época, que aprovecha al máximo y con inteligencia los recursos disponibles y las locaciones “retro” rosarinas. El público se va a encontrar con lugares muy reconocibles de la ciudad en la pantalla grande, y también con actores locales que hacen pequeñas apariciones en la película, una experiencia singular que, en una producción de esta magnitud, es bastante difícil que vuelva a repetirse.
El placer sexual más allá de los mandatos Nancy (Emma Thompson) es viuda y jubilada. Durante décadas fue profesora de estudios religiosos y fue parte de un matrimonio con una vida sexual totalmente rutinaria y frustrante, tanto que, a sus 63 años, nunca ha experimentado un orgasmo (“ni sola ni acompañada”, como ella misma aclara). Nancy ahora está nerviosa, esperando en una habitación de hotel. Y el que toca a la puerta es Leo Grande (Daryl McCormack), un joven irlandés muy seductor y seguro de sí mismo. Después de mucho pensarlo (meses, años), Nancy decidió contratar a un trabajador sexual para tratar de descubrir, por fin, de qué se trata el placer y el sexo. Ese es el punto de partida de “Buena suerte Leo Grande”, el cuarto largometraje de la directora australiana Sophie Hyde (“52 Tuesdays”, “Animals”), que pasó con éxito por los festivales de Sundance, Berlín y Tribeca. Durante sus 97 minutos, la película transcurre casi exclusivamente en una habitación de hotel, donde los protagonistas se encuentran. En principio Nancy se presenta como una mujer inteligente, culta y locuaz (tal vez demasiado), pero de a poco irá revelando una serie de frustraciones y prejuicios que mantienen su cuerpo inhibido, como bloqueado. Leo es amable, curioso y comprensivo (tal vez demasiado), y ni siquiera las diferencias generacionales impiden que realice a la perfección su trabajo. “Buena suerte Leo Grande” es una película de actuaciones, y se sostiene porque Emma Thompson es sencillamente brillante y cada día parece actuar mejor, y porque Daryl McCormack (conocido por “Peaky Blinders”) no desentona ante la clase de actuación de ella. Pero claro, no sólo de interpretaciones se hacen las películas, y en ese sentido hay que decir que el guión por momentos falla con algunos diálogos artificiales o una subtrama (el trasfondo familiar de él) que se siente algo forzada. Sin embargo, estos traspiés no alcanzan a empañar la potencia con que esta pequeña comedia dramática explora algunos temas espinosos y largamente ignorados por el cine como el derecho al goce sexual en la vejez y la reconciliación con el cuerpo en esa etapa de la vida. Porque en definitiva de eso se trata esta película: de las inhibiciones, de lo no dicho y de los mandatos familiares y sociales de épocas pasadas que todavía pesan mucho en este presente supuestamente “deconstruido”. El camino al placer _y a poder mirarse desnudo o desnuda frente al espejo_ a veces es más difícil de transitar de lo que parece.
Un héroe espacial que no sorprende ni emociona La buena noticia es que Pixar volvió a los cines. Después de dos años sin pasar por la pantalla grande (“Soul”, “Luca” y “Red” se estrenaron directamente en Disney+), el estudio que creó joyas como “Toy Story”, “Ratatouille” o “Cars” regresó a las salas con “Lightyear”, la película que se centra en la historia del astronauta Buzz, uno de los personajes más emblemáticos y queridos de “Toy Story”. La mala noticia (tristemente) es que este estreno _uno de los más esperados y publicitados del año_ está muy lejos de la creatividad y la originalidad que han caracterizado a Pixar, e incluso se ubica un escalón por debajo de la innecesaria “Toy Story 4”. Dirigida por Angus MacLane (codirector de “Buscando a Dory”), “Lightyear” no es exactamente una precuela ni un spin off de la saga de “Toy Story”. Al comienzo de esta nueva historia se nos informa que en 1995 al pequeño Andy le regalaron para su cumpleaños un muñeco de Buzz Lightyear, el personaje protagónico de su película favorita. Y lo que sigue a continuación es justamente esa película. Conciso y bien simple. De golpe nos encontramos con este Buzz de “carne y hueso”, un heroico guardián del espacio que va a quedar varado en un planeta hostil y remoto. A esta altura no hace falta aclarar (pero sí recalcar) que la evolución técnica de la animación de Pixar es admirable. El nivel de detalle de cada escena de “Lightyear” es notable. El problema es que la historia y los personajes no están a la altura de esa excelencia. La película es entretenida en sus primeros 45 minutos: es una aventura espacial sin muchas pretensiones con claras referencias a “Star Wars” y a “Viaje a las estrellas”. Hay una reflexión sobre las tensiones entre los afectos y la búsqueda de la gloria personal, pero en general es una clásica aventura con pruebas de supervivencia que funciona bien hasta que hacia el final agota. Los escapes a último minuto y las misiones fallidas se repiten demasiado, y así el metraje resulta excedido. Por otro lado, los personajes prometen más de lo que entregan. Al protagonista le faltan aristas y profundidad, y por momentos es opacado por algunos personajes secundarios, como el gatito robot que aporta la cuota de humor (un tanto pueril) o los compañeros de Buzz en sus intentos de escape, desde una ex convicta con libertad condicional hasta un soldado torpe que vive muerto de miedo. Con respecto al personaje de la capitana Alisha Hawthorne (que forma pareja con otra mujer, algo novedoso en el universo de Pixar) sólo se puede decir que responde exclusivamente a una agenda de actualidad y no la historia en sí misma. Además, ¿si “Lightyear” es la película que vio Andy antes de “Toy Story”, que es de 1995, cómo se entiende a este personaje? En los 90 de inclusión ni se hablaba. Pixar ya no es lo que era. Lo sabemos desde la fallida “Cars 2” (2011) o de productos menores como “Un gran dinosaurio” (2015). Y “Lightyear” pertenece a esa categoría. De Pixar queda la excelencia en la animación, pero lo demás pasa por la maquinaria de Disney (propietario del famoso estudio), donde las cuestiones creativas están fuertemente atadas a los cálculos de mercado. Acá la apuesta pasaba por la nostalgia y un personaje que brilló en la pantalla durante 15 años. Sin embargo la jugada no funciona, no sorprende ni emociona. Y el mundo seguirá recordando a Buzz como un juguete entrañable, inseparable del vaquero Woody y toda la pandilla.
El paso del tiempo y el factor humano en un regreso con gloria En 2018, cuando se anunció la puesta en marcha de “Top Gun 2: Maverick”, la primera reacción fue de desconfianza. Es un hecho, estamos en la era de las remakes, las secuelas, las precuelas y los spin offs. Y la nostalgia es un gran negocio. También es cierto que en 1986 “Top Gun” fue un enorme éxito (lo transformó a Tom Cruise en una estrella global, nada menos) y con el tiempo la película se convirtió en un ícono generacional, un producto inseparable de su época. En el actual contexto era tentador resucitar a los pilotos más veloces del mundo, pero dos incógnitas se instalaban: ¿No es tarde ya para retomar esta historia, a más de tres décadas de la original? ¿Y cómo levantar aquel guión endeble, que no era mucho más que una serie de videoclips ágilmente hilvanados? La respuesta llega ahora, con dos años de retraso (se iba a estrenar en 2020 pero se postergó por la pandemia), y afortunadamente la primera reacción es de alivio. Cruise (protagonista y coproductor) insistió con este proyecto (no cedió a las propuestas de pasarlo al streaming) y estaba claro que había confianza en el equipo. El productor es el mismo de la original (el famoso y ultramillonario Jerry Bruckheimer), entre los guionistas figura Christopher McQuarrie (“Los sospechosos de siempre”, “Jack Reacher”, la saga de “Misión imposible”) y detrás de cámara está Joseph Kosinski, que ya había trabajado con Cruise en “Oblivion: El tiempo del olvido” (en los 80 el director fue el recordado Tony Scott, que falleció en 2012). Juntos lograron algo que parecía muy difícil: sumar el factor humano, insuflarles vida a los personajes y que el paso del tiempo les cayera bien. Justamente es el paso del tiempo (y que no pasa para todos igual) el gran leit motiv de la película. Para el piloto Pete “Maverick” Mitchell (Cruise), por ejemplo, los años parecen no haber transcurrido. Se ve joven (sólo algunas arrugas), sigue siendo capitán (no lo ascendieron), está soltero y usa la misma campera de cuero, los Ray Ban y la moto Kawasaki de los 80. Todavía es rebelde y le encanta contradecir a sus superiores, aunque cuando comienza esta historia lo tratan como a un jubilado. “Tu tiempo ya pasó, es obsoleto”, le repiten. Sin embargo, antes del retiro, como última oportunidad, lo mandan como instructor a la unidad Top Gun, donde va a tener que entrenar a un grupo de jóvenes pilotos de elite para una misión prácticamente suicida en un país extranjero. Ahí está Maverick de nuevo, en el mismo lugar que tres décadas antes, teniendo que ganarse el respeto de una generación que no lo conoce y que es tan arrogante como él alguna vez fue. Además va a tener algunos problemas extra con el alumno Bradley “Rooster” Bradshaw (Miles Teller), el hijo de su ex compañero Goose, que murió en un trágico accidente en la historia de los 80, y se va a reencontrar con Penny Benjamin (Jennifer Connelly), un amor de primavera que apenas se menciona en la película original. Desde el arranque (la música, la fotografía, el diseño de los títulos) queda expreso que la estética ochentosa va a marcar la película, y de hecho hay múltiples (tal vez demasiados) guiños a la original. Pero poco puede reprocharse cuando el guión (esquemático sí, y sin grandes sorpresas) muestra un timing perfecto entre el desarrollo de los personajes, la nostalgia y las escenas de acción que no dan respiro. El realismo de las secuencias en el aire (nada de pantalla verde ni exceso de efectos digitales) es impactante: le transmite al espectador toda esa sensación de adrenalina y vértigo, tanto que uno siente el impulso de sostenerse de la butaca como si estuviese volando en serio. La reaparición de Val Kilmer en su personaje de Tom “Iceman” Kazansky (antiguo rival de Maverick) se transforma en un momento genuinamente emotivo, sin artificios ni golpes bajos. Kilmer padeció cáncer de garganta y perdió su voz, y lo mismo le ocurrió a su personaje, que dialoga brevemente con el protagonista en una escena en la cual es difícil separar realidad de ficción: el paso del tiempo (otra vez) ha sido muy distinto para los dos, dentro y fuera de la pantalla. Sobre los vibrantes quince minutos finales podríamos presentar algunas reservas (¿muchas licencias y golpes de efecto?), pero este es un tanque de Hollywood después de todo, y desde ese lugar se disfruta al máximo.
Perdidos en el laberinto de los mundos paralelos Una sala de cine prácticamente llena un jueves a la noche. Y en Rosario. Esos son los “milagros” que sólo tienen lugar cuando se estrenan las películas de superhéroes, y más específicamente las de Marvel. Esta semana llegó a los cines “Doctor Strange en el multiverso de la locura”, la esperada secuela de la primera película del doctor Stephen Strange, que se estrenó allá lejos en 2016. El éxito de taquilla estaba asegurado (los seguidores del prolífico Universo Cinematográfico de Marvel se cuentan por millones en todo el mundo), pero también había curiosidad por lo que podría lograr Sam Raimi desde el sillón de director, sabiendo que al realizador de la primera trilogía de Spider-Man le gusta dejar una marca propia en sus proyectos. Como ya está explícito en el título, la estrella de esta secuela es el concepto de “multiverso”, el nuevo juguete de la factoría Marvel/Disney que permite llevar sus fantasías hasta el infinito. El multiverso son universos diferentes que avanzan en paralelo al nuestro, mundos con otras reglas donde los superhéroes incluso pueden encontrarse con versiones muy distintas de sí mismos. Así las historias están abiertas a todo tipo de realidades, los personajes se multiplican, las referencias y las citas no tienen límites. Este recurso, una suerte de carta blanca para los guionistas, es también un arma de doble filo: funcionó bien en “Spider-Man: Sin camino a casa” (2021), pero resulta algo tedioso y sobrecargado en este regreso de Doctor Strange. La acción empieza con el doctor (Benedict Cumberbatch) despertando de lo que parece una pesadilla. Pero no lo es. La chica que aparece en sus sueños psicodélicos se llama América Chávez (la mexicana Xochitl Gómez), y tiene el temible poder de desplazarse entre diferentes universos, aunque ella no sabe explicar cómo lo hace ni por qué. Ese poder es justamente el que persigue Wanda Maximoff / la Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen), que se convierte en la gran antagonista de esta historia, donde oscila permanentemente entre heroína y villana. Con motivaciones muy disímiles, Wanda y Strange se enfrentan por el poder de la adolescente, mientras los tres giran como trompos por el multiverso, topándose con sus propios dobles y personajes ambiguos que pueden pertenecer a cualquier bando. Sam Raimi cumple a rajatabla con la rendidora fórmula de las películas de Marvel: las secuencias de acción iniciales, con efectos espectaculares y muy bien coreografiadas; la aparición de nuevos y viejos superhéroes (esos cameos aplaudidos por los fans) y las dos escenas post créditos de rigor, una pequeña ventana que se abre a más películas y series del UCM. Hay aislados aportes con su firma (un toque de humor absurdo, un poco de terror), pero aquí las costuras de la fórmula sobresalen por encima de cualquier sello personal. También es curioso que, aún atada a la fórmula, la película no logre sostener el ritmo narrativo durante sus dos horas (sí, aquí prevaleció la cordura en cuanto al metraje, algo que se agradece). Hacia el final la historia y los personajes se pierden en los intrincados laberintos del multiverso y no encuentran la salida: la película se vuelve confusa, dispersa y reiterativa, al tiempo que el protagonista pierde centralidad y el escaso peso dramático recae sólo en la Bruja Escarlata. El personaje nuevo, la chica de origen latino, carece de conflicto y carisma. Como un signo de estos tiempos, parece seleccionado por los guionistas para llenar casilleros de diversidad cultural y corrección política.
La revancha de la comedia de aventuras Desde el planteo de la trama hasta la estética, “La ciudad perdida” parece una película que atrasa. ¿Una comedia romántica de aventuras? ¿En serio? ¿Como aquellas de los años 80, como “Tras la esmeralda perdida”, con Michael Douglas y Kathleen Turner? Hace tiempo que Hollywood dejó de apostar a las comedias livianas, y mucho menos a las románticas o de aventuras. Hace décadas que estas películas no son rentables (encima sus estrellas protagonistas son “caras”), y en el terreno del cine mainstream fueron reemplazadas por las sagas literarias y los superhéroes. Por eso “La ciudad perdida” es una rara avis, y aún con sus fórmulas de manual y sus flojeras, se siente como una especie de revancha. La película dirigida por los hermanos Aaron y Adam Nee (“Band Of Robbers”) tiene para empezar una dupla ganchera de actores populares: Sandra Bullock y Channing Tatum (de hecho, contra todos los pronósticos, la comedia funcionó muy bien en la taquilla de EEUU). Bullock interpreta a Loretta, una exitosa autora de novelas histórico-románticas que no está pasando por un buen momento: hace años está de duelo por la muerte de su esposo y no quiere saber nada con hacer una gira promocional para presentar su última novela. Y él es Adam, un galán musculoso y superficial que es el modelo de todas las portadas de los libros de Loretta. Cuando la escritora es secuestrada por un millonario delirante que pretende encontrar un tesoro oculto (sí, es una comedia), los protagonistas van a terminar involucrados en una aventura de búsqueda y rescate en una isla del Caribe, una aventura muy parecida a las que ella describe en sus novelas. El comienzo de “La ciudad perdida” es algo incómodo y forzado, pero la película empieza a fluir de a poco con un gran timing en la combinación de humor y acción. La fórmula de los personajes opuestos funciona: ella tiene una gran formación intelectual y reniega de sus novelas cursis, él parece sólo un cuerpo bonito y está desesperado por que lo tomen en serio. A esto se suma una inversión de roles (muy a tono con los tiempos que corren): ella se muestra muy empoderada y segura corriendo con tacos en medio de la selva, mientras él huye y grita al menor peligro. Este juego constante entre los protagonistas disimula (un poco) la falta de química sexual que hay entre Bullock y Tatum (pequeño detalle), y también ciertos baches en el guión que restan a la narración. A favor hay que decir que la película se guarda dos personajes secundarios de lujo. Daniel Radcliffe no decepciona en el papel de un villano de caricatura, aunque es superado ampliamente por Brad Pitt, que interpreta a un ex militar convertido en profesor de yoga. Necesitamos más a Brad Pitt en el terreno de las comedias. Y necesitamos más comedias también, aunque no sean perfectas.
Los caminos del agua contaminada “Axiomas” es un buen ejemplo de cómo las mejores intenciones naufragan cuando se apuesta por un cine que atrasa muchos años. La ópera prima de la directora Marcela Luchetta se desarolla en la Patagonia argentina y se centra en la lucha de una abogada ambientalista, Isabella Ribero, que trabaja para una ONG internacional. La protagonista pretende que no se renueve la concesión a una empresa minera que, argumenta, contamina el agua de la región, pero para eso debe enfrentarse a su padre, que es el gobernador de la provincia en cuestión y defiende a la minera como fuente de trabajo. Isabella, que viene de trabajar en el desierto del Sahara, se mete directamente en el terreno, busca investigar las causas y consecuencias de la contaminación, al mismo tiempo que sufre por la deteriorada relación con su padre. Con un tema actual y de múltiples aristas, la directora podría haber construido un drama espeso, de denuncia y hasta con tempo de thriller. Pero “Axiomas” navega en una superficialidad didáctica, con frases hechas y una resolución previsible. No hay tampoco espacio para la ambigüedad, porque todo está aclarado y explicado. Los actores se notan comprometidos con sus personajes: Luz Cipriota ha crecido como actriz y Jorge Marrale le aporta matices sutiles a un personaje que en otras manos podría haber terminado en caricatura. Sin embargo esto no alcanza para elevar la estatura de una película fallida.
Almodóvar se pierde en su laberinto Es curioso que la prensa y las entrevistas alrededor de “Madres paralelas”, la nueva película de Pedro Almodóvar, hayan girado en torno a la apertura de las fosas comunes con restos de las víctimas de la represión franquista y las heridas todavía abiertas de la Guerra Civil española. Es curioso (o más bien engañoso) porque ahora que la película se estrenó en Argentina (dos semanas antes de llegar a Netflix), uno cae en la cuenta de que ese no es el tema central de la historia o, para expresarlo más claramente, la película pretende abarcar tantas historias que pierde su centro y al final se diluye. El director manchego apenas se había referido a la dictadura de Franco en el comienzo de “Carne trémula” o tangencialmente en “La mala educación”, y en “Madres...” lo hace de forma más concreta, pero nunca alcanza a profundizar y el resultado lamentablemente tiene gusto a poco. “Madres paralelas” es un típico melodrama almodovariano en un universo eminentemente femenino, con madres solteras, hombres ausentes, crianza compartida, familias no tradicionales y distintos tipos de madres, desde las que parecen heroínas hasta las que niegan el instinto maternal. La protagonista es Janis (Penélope Cruz), una fotógrafa que busca desde hace tiempo los restos de su bisabuelo, desaparecido durante la Guerra Civil. A los 40 años Janis queda embarazada (producto de la relación con un amante) y decide tener a su hija en soledad. En la clínica donde va a parir conoce a Ana (Milena Smit), una adolescente también embarazada con quien comparte habitación y las experiencias del parto. Las dos mujeres tienen diferentes orígenes y están atravesando situaciones muy distintas, pero entre ellas se crea un lazo que con el tiempo se va a volver muy fuerte. En La masacre de Texas un grupo de influencers quiere rescatar un pueblo abandonado de Texas, pero no saben que allí aún vive el asesino en serie Leatherface. Asesinos inmortales: la supervivencia del terror en tiempos de adaptación El casete se compone de las grabaciones remasterizadas en 2015 de las ocho canciones originales del álbum. Iron Maiden lanza un casete para celebrar los 40 años de "The number or the beast" Con oficio y mano firme, Almodóvar construye un drama con tempo de thriller, donde las “madres paralelas” del título se cruzan una y otra vez, mientras el misterio que subyace pasa por la revelación de una identidad. El problema es que la tensión no se mantiene, en parte porque entra en juego (y con fórceps) el tema de la represión franquista y la exhumación del cadáver del bisabuelo de la protagonista, y la película no encuentra cohesión entre el melodrama puro y duro y el alegato político. Cuando Janis la increpa a Ana (que desconoce las terribles heridas que dejó la dictadura) y le dice “es hora de que te enteres en qué país estás viviendo” todo suena a discurso vacío. El final intenta ser emotivo y movilizador, pero de nuevo el director se queda a mitad de camino, porque ahí los personajes parecen pertenecer a otra narración, están ausentes en la escena. El cortocircuito en la cruza de géneros y en los cambios de tono dejan entrever que la película contiene varias historias que deberían haberse desarrollado de otro modo. Tal vez lo único real, potente y constante en todo el filme es el gran trabajo que hace Penélope Cruz con su personaje. Cruz es una actriz mediocre fuera del universo Almodóvar, pero la marcación del manchego la hace brillar acá como pocas veces, y uno cree en las fortalezas y las debilidades de su Janis sólo a través de su mirada.