Llega al cine, después de muchas idas y vueltas, Bohemian Rhapsody, que recrea la vida de Freddie Mercury y la formación de Queen. Para volver a disfrutar de las canciones reviviendo un mito.
Hay personas reales cuya existencia es más rica que una ficción. Y cuando el cine las cuenta, ese mismo querer construir una película más grande que la vida hace que, casi siempre, se quede a mitad de camino sin conseguir más que un destello en lugar de la irradiación de una estrella.
Algo de eso padece Bohemian Rhapsody. Además de los efectos provocados por los cambios de elenco (Sacha Baron Cohen se fue por diferencias artísticas), de dirección (Singer fue despedido y reemplazado casi en el final por Dexter Fletcher, quien aparece en los créditos como productor ejecutivo) y la producción de dos miembros de Queen (May y Taylor) que tenían una idea no debatible sobre lo que querían retratar y, especialmente, cómo.
La película relata el tiempo que transcurre entre 1970 y la llegada de Freddie Mercury (Rami Malek) a la banda que luego será Queen y el recital Live Aid de 1985. En ese lapso se desarrollará la personalidad de cada uno de los miembros del grupo musical (prestando especial atención en la del frontman) y la dinámica de vinculaciones afectivas, personales y profesionales, pero también se muestran los procesos creativos de composición, el éxito, las diferencias, la separación y el regreso a los escenarios.
El film queda atado al género de las biopics con sus fórmulas remanidas, sus clisés y sus estereotipos. El cuentito es básico y plano y se procura ocultar por la catarata musical cuya vigencia es incuestionable. Mientras, se suceden los dramas de la soledad del artista, las confrontaciones familiares por tradiciones y mandatos paternos, el ascenso de una banda y las disputas comerciales de las discográficas y los riesgos artísticos de los músicos, tratados a veces con humor e ingenio y en otras con didactismos y mensajes de autoayuda; los momentos de recitales son los más logrados por su fuerza y empatía.
Todo los sucesos que tienen que ver con la intimidad del cantante, sus deseos, sus miedos y sufrimientos por no poder asumir -ya ni siquiera públicamente sino en privado- su homosexualidad, sus excesos, sus contradicciones, el HIV en un tiempo en que sólo era estigmatización y muerte, aparecen lavados y tratados con un puritanismo sorprendente. Como si se hubiera decidido hacer una película de rock star para la familia aunque, afortunadamente, sin llegar a la hagiografía.
Los últimos 20 minutos son de una fuerza arrolladora con el uso de los mejores recursos del melodrama para “resolver” los vínculos humanos y del documental para registrar la performance en Wembley. Imposible no emocionarse. Pero ese plus artístico que se une al personal de cada espectador, que revive su propia experiencia ante lo que está viendo, pocas veces aparece en el resto de los 135 minutos que aun así no pesan.
A pesar de todo, la recreación de época, las actuaciones, las caracterizaciones, la entrega de Rami Malek (que seguramente le dará su merecida nominación al Oscar) y las canciones imbatibles de Queen son razones atendibles para elegir Bohemian Rhapsody.