La banda que quiere parecerse a Queen en la decepcionante Bohemian Rhapsody bien podría ser cualquier grupo de rock del montón, con la salvedad de que recrea fragmentos de canciones que han motorizado la emoción de millones. Esa empatía forzada, casi extorsionadora, a la que recurre el filme del retirado-antes-de-tiempo Bryan Singer para compensar una épica inexistente es el mayor defecto de una película ñoña e insufrible.
En un arco perezoso que abre y cierra con el multitudinario Live Aid de 1985, Bohemian Rhapsody reduce la vida de Freddie Mercury (Rami Malek) a un anecdotario lineal, apresurado y caricaturesco. La llegada a Londres seguida de cargadas por su origen “paki” y dentadura exagerada, la visita a un pub donde conoce a sus colegas instrumentistas, el flechazo instantáneo con Mary Austin (Lucy Boynston), las chicanas con los mánagers y las primeras giras marcan el inicio del filme, que subraya cada hito biográfico con indolente torpeza: “Nunca mirar atrás”, dice Mercury frente al piano familiar en el instante inocuo en el que decide transformar algo tan trascendental como su apellido; himnos como Bohemian Rhapsody, Another one bites the dust o We will rock you nacen por un azaroso rozar de teclas, batir palmas o ensayar un riff en el bajo; el ascenso imparable de la banda inglesa se ilustra con carteles manidos que enumeran locaciones o estadios por donde el grupo va tocando sin transmitir el magnetismo que evidencie tal evolución.
La película comete así el error común de mencionar lo que sucede en vez de desplegarlo: los músicos se definen como “inadaptados” por actos adolescentes como romper una ventana o se habla de los “excesos” del cantante cuando solo se muestra a un adonis semidesnudo que pasó la noche con Mercury, una línea de cocaína sobre una mesa y una fiesta de cotillón lejana a las orgías freak asociadas a Queen. La misma lógica ingenua se traslada a la sexualidad de Mercury, que va y viene entre tenues relaciones con hombres y el amor que siente por Austin, cuya reconciliación tras la salida del clóset adviene en un ridículo juego de luces que ambos intercambian desde sus cuartos. El sida se anuncia por la pregunta de un periodista tan insultante como ese recurso narrativo a futuro y el diagnóstico de la enfermedad se da a conocer en una rarísima escena de hospital, que más tarde sus compañeros asumen con la tristeza banal de una apendicitis.
Malek –en consonancia con el vestuario, por otro lado fecundo viniendo de Queen- es lo mejor de la cinta gracias a su simbiosis progresiva con Mercury, de quien logra emular perfiles, entonaciones y movimientos de silueta, aunque no sin imperfecciones: el gesto redundante de sacar la trucha y abrir los ojos lo acerca a una cruza de Mick Jagger con Zoolander y la actitud arrogante se torna cansadoramente bidimensional. Es interesante contrastar el díptico de Lorena Muñoz a la luz de esta fallida biopic hollywoodense: tanto Gilda como El potro encarnan una sensibilidad popular aquí inhallable.
Floja de guion y con un Singer errático que perdió sus poderes mutantes, Bohemian Rapsody muerde el polvo bajo presión de esa cosa pequeña llamada corrección: la marca celosa del guitarrista Brian May y del baterista Roger Taylor –que oficiaron de productores– deriva en una oficialidad letal para el filme, digno como merchandising didáctico para convencidos y bochornoso al confundir magia musical con karaoke y cine con publicidad.