EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR
Similar a la relación que mantuvieron Ana Bolena y Enrique VIII, un efímero amor mutuo que sostuvieron a lo largo de un año de los miles de días vividos en matrimonio, Boni bonita también -sin volcarse a ese extremismo histórico- mantiene algo de ese génesis de idas y vueltas e idolatrías platónicas o desamores vividos en el ocaso de una relación.
Este primer proyecto del graduado en la Universidad del Cine de Buenos Aires Daniel Barosa, nacionalizado en Brasil pero de origen estadounidense, expone correctamente un drama atravesado por una década y dividido en cuatro capítulos situados en una misma locación veraniega: un caserón con pileta frente al río. Beatriz, interpretada por la siempre fresca Ailín Salas -cuyo portugués fluido hace referencia de sus orígenes brasileros-, aparece en el primer episodio como una adolescente de 16 años que vive en San Pablo, huérfana de madre y despreocupada de la vida. Beatriz es mostrada como una groupie musical que seduce a un cantante de rock treintañero casi famoso en esta coproducción argentina/brasileña.
El primer relato es contado en un formato de 16 milímetros con las características típicas de estos dispositivos con manchas de emulsión y rayas. Tal vez para buscar cierto sentido del pasado y la nostalgia que marca el primer encuentro entre Beatriz y un Rogelio, más paternalista ante la diferencia de edad dentro de esa naciente “relación”. Estamos ante la unión de dos almas solitarias que comienzan desde lo prohibido al estilo Lolita, para desembocar en una evolución dual de reencuentros a lo largo de los años al estilo la trilogía de Antes del amanecer (1995-2013). Aunque en Boni bonita abunda más el tono intimista latino de los cuerpos, el silencio y las miradas que el romanticismo formal.
La sigue una segunda parte con dos veranos de posteridad donde empiezan las primeras crisis, celos y engaños como, a la vez, un creciente “compañerismo” producto de los años compartidos. Un compañerismo insustituible y tóxico a la vez. Sin embargo el tercer acto, situado en un invierno lleno de melancolía, cuatro años después (y en contraposición a ese mismo escenario que estallaba de calidez y vibración liberadora tiempo atrás), encuentra a un Rogelio cada vez más avejentado y sin rumbo en la música. Un declive relacionado a la muerte de su abuelo y mentor musical como el abismo irreversible que atraviesa la pareja.
Vemos cómo los protagonistas evolucionan de formas distintas con un quedado y solitario Rogelio que busca contención en el alcohol y otras mujeres que recuerdan el desenfado original de la Beatriz púber. Y por el otro extremo, Beatriz más madura con proyectos establecidos y sin la necesidad de auto-infligirse dolor como parte existencialista de su juventud. La autoflagelación da paso ahora a la aparición de múltiples tatuajes en la vida adulta de ella, como otra forma de recordar lo vivido. Una postura evolutiva que prosigue hacia la última entrega de este drama donde su director eligió diferenciar esta etapa con una filmación en formato digital para centrarnos a un presente más cercano. Con todos estos recursos, el director Daniel Barosa construye un drama simple pero interesante exponiendo los cambios internos de las personas con el pasar del tiempo y su exteriorización para con el otro, donde el tiempo tirano pesa más que los sentimientos atesorados. Aunque como dicen por ahí, el tiempo todo lo cura.