Los recursos con los que cuenta Borg – McEnroe son más bien escasos: un partido de tenis (“inspirado en hechos reales”); dos personajes que funcionan como opuestos perfectos y conforman un sistema no muy sofisticado; el pasado de los dos, desde su juventud hasta la final de Wimbledon; una manera de filmar el tenis algo pobre, que alterna entre la recreación de una transmisión televisiva y el abuso del montaje (que viene a disimular las carencias deportivas de los actores, supone uno). La película empieza y no hay demasiadas promesas, excepto la de la reconstrucción de un duelo deportivo que trae su propia épica, un nervio que precede al cine. La apuesta de Janus Metz Pedersen, lo que el tipo viene a agregar (porque alguna forma hay que darle al asunto), anuncia, en un primer momento, lo peor: contar la historia de los rivales desde lugares estereotipados y, en el camino, reconstruir sus relaciones con el tenis y la gente en general. Resulta que el director no toma ni un poco de distancia del modelo de biografía psicologista que dicta que la personalidad es el resultado de algún trauma o experiencia dolorosa que sirve para explicar la formación de la persona. Un chico con problemas de adaptación descubre que puede encontrar un lugar en el mundo si reprime sus emociones, e intenta contener la incertidumbre de la vida con cábalas y manías; otro parece que es bueno en casi cualquier actividad, pero los padres quieren que sea el mejor en todo y lo arruinan, lo transforman en un eterno nene caprichoso y de mal carácter. La película no esconde su fascinación evidente por el personaje de Borg: el McEnroe de Shia LaBeouf cumple un rol subalterno, el centro del relato lo constituye el retrato del sueco. Borg cobra relieve por el porte misterioso de Sverrir Gudnason: de a ratos, hace acordar a algún maestro guerrero o al gángster de El samurai que compone Alain Delon
Nada marcha por fuera de lo previsto: la cámara y el guion siguen de cerca las peripecias de los dos sin sobresaltos y con los conflictos dramáticos de rigor. Sin embargo, de manera casi imperceptible, la película produce una especie de alquimia: en la segunda mitad, cuando se acerca el partido, el relato funciona, genera interés y se vuelve poderoso, y los personajes adquieren un relieve que antes no mostraban. Los materiales precarios que supo elaborar Pedersen convergen y arrojan algo más que la suma de las partes: la previa al el partido, su desarrollo y el desenlace dejan sentir un pulso vigorizante. Es como si la película hubiera recibido una transfusión de sangre y ahora latiera con potencia. El final del partido es conocido, pero eso no atenta contra el fluir narrativo, como tampoco sucedía, salvando las distancias, en Invictus (bondad estética del cine: las historias toman un vuelo propio y viven por sí solas, más allá de los acontecimientos en los que se basan). La casi total ausencia de sutilezas narrativas se devela ahora como el sustrato ideal para la construcción de la épica: esos seres unidimensionales, algo toscos, tenían como única y real tarea el batirse sin descanso en un rectángulo verde hasta los límites de la extenuación. El director logra algo inesperado: la película toma la gesta deportiva y le añade un nuevo espesor mítico.