Un partido soñado que en pantalla grande da sueño.
“¿Una de las mejores?”, se lee en el título de un resumen de la final de Wimbledon de 1980 subido a YouTube. Hay un consenso generalizado en torno a que la respuesta a esa pregunta es un rotundo sí. De un lado del cancha estaba el sueco Björn Borg, “la máquina de hielo”, un jugador frío, cerebral, desgastante, de perfil bajísimo y un profesionalismo obsesivo, que empezaba a sentir el comienzo del declive después de haber ganado todo –incluidos cuatro Wimbledon consecutivos– con apenas 24 años. Del otro su némesis: neoyorquino, en pleno ascenso, flemático, pasional, siempre cerca de la red, irreverente, puteador, John McEnroe rankeaba segundo y asomaba como la amenaza más concreta para el liderazgo del nórdico. Era, pues, el enfrentamiento de dos fuera de serie que a su vez encarnaban la depuración máxima de dos concepciones del juego: un partido soñado. De película. Apertura del reciente Festival de Toronto, Borg- McEnroe, la película está armada y pensada para alcanzar su clímax en la recreación de aquella faena. Recreación que es técnica y formalmente impecable en su captura del “aire de época”, aunque le falta, igual que a la hora y pico previa, algo de corazón.
Serena, monocorde y gélida como su protagonista, Borg-McEnroe tiene la estructura habitual de las películas “de rivales”, con la fierrera Rush, pasión y gloria como exponente más cercano en el tiempo: dos personajes distintos aunque con recorridos similares a los que se acompañará durante las vísperas de la gran disputa, con ambos funcionando como inspiración y reflejo del otro. Hay también algunos elementos expropiados del manual de lugares comunes del “cine biográfico” más académico, empezando por una buena cantidad de flashback al uso hacia los primeros raquetazos, al inicio de la disciplina absoluta del sueco y de la creciente explosividad del estadounidense. El problema es que no hay mucho más allá del choque de caracteres. A Borg (Janus Metz Pedersen), por ejemplo, se le destina un peso mayor que a McEnroe (Shia LaBeouf, bastante grandulón para dar de veinteañero), y así y todo es un iceberg tanto para su mujer y su entrenador y descubridor Lennart Bergelin (Stellan Skarsgård, secundario cada vez más lustroso) como para la película. Tan monolítico es Borg, que ni siquiera el guion logra penetrarlo.
Es muy difícil que un film deportivo funcione si sus protagonistas no se ganan la empatía y la comprensión del espectador. Sin ellas dará lo mismo que les vaya bien o mal, que ganen o pierdan, puesto que la distancia emocional entre ambos lados de la pantalla-red se vuelve insalvable. Quizás esa distancia se deba al concepto de “emoción deportiva” de los suecos, algo que, según se desprende, da toda la sensación de estar bastante alejado del gen argentino-futbolero. O, por qué no, a un gesto de coherencia hacia un deporte que se mira en silencio y se filma casi enteramente con una sola cámara fija. Lo cierto es que el partido final funciona mejor como recreación de un hecho histórico antes que como el elemento de mayor peso dramático de la historia. Borg - McEnroe es, entonces, una rareza absoluta: un film basado en un momento de altísima emotividad que es cualquier cosa menos emotivo.