Hay que estar un poco loco para ser exitoso. No es tanto el éxito mismo el que te hace perder la cabeza, sino el camino que hay que recorrer antes. Es una idea que ya vimos en las películas de Damien Chazelle, Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014) y La La Land (2016), o en El Cisne Negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, y que se repite en ésta, Borg / McEnroe (2017), del dinamarqués Janus Metz. Todas, de alguna manera, subvierten el estereotipo del artista o el deportista que se esfuerza al máximo para hacer realidad sus sueños. Es un estereotipo surgido del ideal meritocrático estadounidense: todo es posible si luchás para conseguirlo. Pero Chazelle, Aronofsky y Metz parecen preguntarnos si vale la pena tanto sacrificio.
Desde el título, está claro de qué trata Borg / McEnroe. En 1980, los dos tenistas más importantes del momento, el sueco Björn Borg y el estadounidense John McEnroe, se cruzaron en la final de Wimbledon. Ya se habían enfrentado en otras ocasiones, pero el torneo inglés, el más antiguo del circuito, era especial para el sueco. Lo había ganado cuatro veces y buscaba el récord de cinco victorias consecutivas. Su principal obstáculo era el estadounidense, que además de ser más joven era su antítesis en temperamento. Borg era sereno, imperturbable, frío; McEnroe, una sucesión de quejas y berrinches, eternamente peleado con los árbitros. El caballero contra el rebelde. Los medios aprovecharon el contraste y le dieron forma a una rivalidad histórica.
El film de Metz se enfoca en aquel encuentro de 1980, aunque incurre en flashbacks para contar las vidas de ambos tenistas, sus trayectorias deportivas y sus adolescencias marcadas por los reclamos de padres o entrenadores. Ambos tenistas buscan ganar no sólo para disfrutar la gloria sino también para evitar la derrota. Los mueve el temor al fracaso, aunque lo enfrentan de distintas maneras. Borg se convierte en un hombre de hielo, entierra sus emociones. McEnroe hace lo contrario: gesticula, grita. Pero hay cierta lógica en su verborragia, como si se tratara de una estrategia o performance. La frialdad de Borg y la rabia de McEnroe son dos armaduras contra un mismo enemigo. Nunca llegan a los extremos de autodestrucción que alcanzan los músicos de Chazelle o la bailarina de Aronofsky, pero lo cierto es que, para ambos tenistas, la pasión por el deporte está entrelazada con el terror al vacío, a estanterías sin trofeos, a diarios sin sus fotos, a historias del tenis sin sus nombres. El deporte no como diversión o juego sino como enfermedad. No por nada el verdadero Borg se retiró a los 26 años, cansado de la presión del público y de la exigencia de sus propias expectativas.
Al ser una producción sueca, el protagonista es más Borg que McEnroe (Incluso, en su país de origen, el título de la película omite el nombre del estadounidense). Quizás por la misma razón el guión respeta el idioma nativo de los involucrados. Según el contexto, se habla en inglés, francés o sueco, un detalle que, junto con el vestuario, le aporta mucho a la reconstrucción de la época. Pero lo que más le importa al film -y al lente de la cámara- es el mundo interior de los tenistas. Hay cierto ritmo, en el montaje y en las tomas, que no alcanza a ser cine contemplativo, pero igualmente genera un clima introspectivo. Nos acercamos a las caras de Sverrir Gudnason, que interpreta a Borg, y de Shia LaBeouf, que se pone la vincha de McEnroe. El rostro de Gudnason es plácido, congelado, como si existiera en una fotografía. No hay ausencia sino potencial de expresividad. Lo de LaBeouf es más activo, nervioso, movedizo, como lo requiere su personaje. Ninguna voz en off nos dice lo que están pensando. Intuimos, sin embargo, que ambos buscan no pensar en nada, vaciar la mente, concentrarse sólo en sus movimientos sobre el pasto inglés, dejar que la memoria muscular los guíe. Ni voz en off ni voz interior.