El polvo y la fragilidad.
Lo primero que se desprende a grandes rasgos de un opus de estas características es la acumulación de material y el criterio de montarlo para generar, desde un relato rico en imágenes, cierta coherencia en términos narrativos.
Sin embargo, el convite requiere del espectador un pacto de antemano, que va más allá de la clausura de lo convencional y suma el esfuerzo no sólo de entregarse a una experiencia distinta, sino de recomponer desde la propia subjetividad un complejo andamiaje audiovisual, también producto de la subjetividad de la autora.
Si se pensara por ejemplo en un diario autobiográfico nos quedaríamos a medio camino con esta opera prima, y si a eso le cambiáramos el rótulo por un cine de corte experimental, en ese sentido nos quedaríamos con tan sólo una parte del todo.
No porque el todo sea la suma de las partes como reza el popular axioma, sino por la dialéctica que genera la propia dinámica del relato, donde la repetición de ciertos elementos (La Pampa, la familia, los viajes) abre surcos en el camino. Así, caballos al galope que levantan polvareda, viajes por rutas mientras suena Laura Pausini o reuniones familiares en una danza de anécdotas del pasado se amalgaman en la mirada de Guillermina Pico como aquella observadora de lujo en su rol de cineasta, quien busca rastros en el mapa de la identidad.
Tal vez empezar por casa podría ser la premisa que la llevó a tomar la determinación de unir de manera artesanal tanto material acumulado. O quizá simplemente la intuición como guía de este viaje personal, que se entrecruza con muchos otros también documentados, países, lugares, paseos y una incertidumbre latente sobre el sentido y el porqué.
Todo eso se conjuga en Borrá todo lo que dije del amor…con el riesgo de compartir actos de intimidad, reflexiones durante el proceso y en definitiva tensar hasta los límites el lenguaje cinematográfico para que la forma sea lo primordial y la nostalgia lo secundario.