A las piñas
Piñas, transpiración, esfuerzo, sueños. De eso, entre otras cosas, está hecha Boxing Club, que se estrena en doble programa junto a Huellas, de Miguel Colombo, luego de su paso conjunto por el Festival de Mar del Plata en su edición 2012. El de Víctor Cruz no es el primer documental sobre el mundo del boxeo. Ni siquiera es la primera vez que el cine nacional utiliza las instalaciones del gimnasio ferroviario ubicado debajo de la Estación Constitución como ambiente para narrar historias, ya sean éstas ciento por ciento reales o de ficción. Pero si la originalidad no es su fuerte, la película permite acercarse –al menos hasta cierto punto– a un grupo de hombres enfrascados en la nada fácil tarea de dar sus primeros pasos en un universo altamente competitivo y, se adivina, devorador de ilusiones. Es que el grupo de boxeadores comandados por el entrenador Alberto Santoro, cuya figura más rutilante es la joven promesa Jeremías Castillo, no forma parte de ninguna elite económica, social o deportiva, y los enfrentamientos pugilísticos a los cuales puede aspirar se ubican en el escalón más bajo del boxeo profesional.
El de Boxing Club es, entonces, un relato de seres comunes, bien lejos de las luminarias del deporte de alta competición y las ganancias económicas de los boxeadores más reconocidos. De manera indirecta, Cruz describe una capa social del conurbano bonaerense y lo hace centrándose casi exclusivamente en la rutina del entrenamiento; el film se abre y se cierra con sendos encuentros boxísticos, pero el resto del metraje encuentra a esos hombres, jóvenes en su mayoría, en su enfrentamiento cotidiano con cuerdas, punching balls y ejercicios aeróbicos. Entre golpe y golpe, entre salto y salto, se cuelan diálogos de toda clase, desde una milimétrica descripción de una escena de El Padrino II hasta la posibilidad de conseguir una changa gracias a los contactos de un compañero de entrenamiento.
Documental de observación, riguroso en su método de exposición, se extraña en su conjunto un mayor grado de intimidad con los personajes. Al finalizar la proyección, se tiene la sensación de haber conocido demasiado poco de sus protagonistas, como si el pudor con el cual el realizador se acerca a sus sujetos le hubiera jugado una mala pasada, dejando fuera del relato elementos que hubieran enriquecido el retrato de esos seres humanos que eligió poner delante de la cámara. A cambio, Boxing Club ofrece varias escenas que funcionan como pequeños capítulos independientes, donde el notable trabajo de cámara de Diego Poleri, que siempre está donde tiene que estar, eleva el interés visual del film y lo transforma en una interesante pintura no sólo sobre una práctica deportiva sino, fundamentalmente, de un estilo de vida ajeno a la mayoría de los espectadores.