Boxing Club comienza con el final de una pelea, para enseguida meterse en el gimnasio El Ferroviario que el gremio La Fraternidad tiene en el subsuelo de la estación Constitución, y en el final regresa al ring, en una pelea donde se condensa en un boxeador todo el sacrificio que implica llegar a plantarse frente a otro contrincante sobre el cuadrilátero.
Cada uno de los momentos del documental de Víctor Cruz (el mismo de El perseguidor y La noche de las cámaras desiertas) parece ser el intento de encontrar una respuesta a una hipotética pregunta seminal: ¿qué hace que un hombre quiera ser boxeador? Y de este interrogante se desprende el siguiente: ¿cómo es el día a día de estos seres, la mayoría anónimos?
Sin poner el acento en declaraciones devastadoras pero tampoco adornando la puesta, Cruz registra con un ojo atento y la sensibilidad necesaria la transpiración, el esfuerzo, los errores y las correcciones, la voz del entrenador y la atención de los deportistas, la voluntad y las conversaciones casuales –desde el extraordinario análisis que un púgil hace para otro de la película El Padrino hasta la charla casual sobre cómo engañar al estómago con unos fideos–, conformando un universo desconocido, donde dentro de las paredes de un gimnasio se forman personalidades, se confiesan privaciones, se revelan las internas entre las federaciones y sobre todo da cuenta que la materia prima de ese mundo masculino y en buena parte cerrado, se nutre de protagonistas humildes, parcos y llenos de carencias, y por esa misma razón cada entrenamiento, cada pelea, es una epopeya admirable.