El tren del Roca llega a Constitución. Bajan todos los personajes que conformarán la escena del despertar de Buenos Aires, pero la cámara se quedará con uno de ellos mezclado entre la multitud y planos de la inmensidad que se irán reduciendo en su búsqueda hasta llegar a una puerta chiquita e insignificante. Será el umbral de un gimnasio subterráneo en el cual el hombre enseña a otros a boxear.
Boxing Club debe su nombre a la intención de observar detenidamente a éste gimnasio que pasa casi totalmente desapercibido para los ojos del ciudadano de a pie. Uno no imagina a alguien llegando a ese lugar por haberlo buscado en Internet, más bien imaginamos otra cosa. Allí se llega porque alguien que asistea él nos ha indicado cómo hacerlo.
Víctor Cruz propone uno de esos documentales de observación pura. La lente se ubica en lugares privilegiados, sin esconderse pero eligiendo rincones para encuadrar la intimidad de los entrenamientos. No hay historia. No hay guión. Algo se esboza apenas cuando la cámara sigue al entrenador yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Muchas veces, en forma muy sutil, el sonido trabaja la posibilidad de parar la oreja para ver de qué se habla entre tanto golpe a la bolsa y salto de soga. La mayor parte de las conversaciones versan sobre la preparación física, la exigencia, o la posible combinación de golpes y técnicas. Es todo así, salvo algunas charlas jugosas, como la imperdible de un asistente con un ordenanza, en la cual el primero le cuenta, e interpreta, su visión de “El Padrino II”, con lo que aporta algo de humor entre tanta concentración.
La captación de esos momentos es probablemente el hallazgo más importante de este documental sobre el boxeo, con el rigor del entrenamiento, el sueño de llegar y alguna metáfora sobre la supervivencia a golpes. Curiosamente, para poder arribar a ese nivel de intimidad la realización debe dejar de lado cualquier posibilidad de refugiarse en sobreimpresos, o cabezas parlantes que explican todo, por ende el espectador nunca sabrá de nombres, ni de historias pasadas. Casi nada que nos indique por qué cada uno está allí, de donde viene, cuál es el objetivo, nada. Será el espectador el que deberá resolver esa cuestión si desea entrar en el terreno de las suposiciones. La única certeza será el lugar y la necesidad de aportar todo de uno para encontrarle sentido.
Ver “Boxing Club” es como, cuando sentados en una plaza, hacemos el involuntario y bello acto de mirar detenidamente una situación en algún lugar y nos ponemos a elaborar nuestra propia película sobre lo que estamos viendo.