La película de la vida
Boyhood, el nuevo filme de Richard Linklater, es una obra maestra, una ficción que corre paralela a la realidad temporal y retrata sus momentos.
Sin dudas Richard Linklater es uno de los artistas más grandes de los Estados Unidos. La palabra "artista", excesiva para calificar a la mayoría de los cineastas (sean estos exitosos, populares o elitistas), se aplica perfectamente en este caso. ¿Por qué? Porque Linklater consigue fusionar en casi todas sus películas las exigencias, los recursos y las tradiciones de las artes visuales con las del cine.
En Booyhood, el autor de la trilogía Antes de amanecer, Antes del atardecer y Antes de medianoche, se supera a sí mismo en sus propios términos y entrega una obra maestra, la vida misma en una película. Mejor dicho: la vida misma que busca y encuentra sus formas divergentes y convergentes en una película inolvidable, una ficción que se pega como una lámina transparente a la realidad temporal, y a la vez que retrata sus momentos los hace brillar, en un esplendor de sentido y de fugacidad.
El principio rector de Boyhood es extraordinario, todo un procedimiento radical, una apuesta máxima a una idea que en otras manos podría haber sido sólo una ocurrencia para un documental o para un reality desmesurado. Esa idea consiste en captar la vida de sus personajes durante 12 años en tiempo real. El rodaje empezó en 2002 y terminó en 2014, aunque en total insumió sólo 39 días. En ese período, obviamente, tanto los personajes como los actores que los interpretan crecieron (los niños) o envejecieron (los adultos) y esa dimensión de temporalidad biológica resulta única en una ficción.
El efecto, sin embargo, no se parece a esos videos que muestran las mutaciones aceleradas de una flor desde que es un pimpollo hasta que se marchita. Al contrario, la película de Linklater reorganiza el tiempo en una constelación de instantes, no traducidos en términos de memoria o de relato sino de experiencia vital, como si los guiara la premisa de que a vivir se aprende viviendo.
La experiencia para el espectador no deja de ser extraña, vertiginosa incluso, porque ese presente perpetuo de más de una década ya fue articulado en otros relatos (históricos, periodísticos, literarios, psicológicos), y lo que de pronto salta a los ojos es una evidencia de otro orden: el pasado que sigue diciendo ahora, ahora, ahora.
En el centro de Boyhood, como bien indica el intraducible título en inglés, hay un niño que crece, Mason, interpretado por Ellar Coltrane, y alrededor del centro hay una familia de padres separados, una hermana mayor, amigos del barrio, del colegio, parientes, etcétera. Sin énfasis y sin trazos gruesos, aunque lejos de cualquier realismo aséptico y documental, ese crecimiento es mostrado a través de diversos núcleos de sentido que se funden entre sí y que parecen trazar un camino sensible y sentimental en las relaciones de Mason con su madre (impresionante, Patricia Arquette), con su padre (Ethan Hawke) y con su hermana (Lorelei Linklater, la hija del director).
Sin bien le interesan más las personas que los fenómenos sociales, Linklater no deja de ofrecer una visión singular de los Estados Unidos, equidistante del patriotismo de propaganda y del cinismo crítico. Una visión que es amor puro, amor incluso por aquello que no comparte ideológicamente y que sin embargo entiende como parte inescindible de la experiencia humana.