En el transcurso del tiempo
Puede decirse -sin caer en exageraciones- que Richard Linklater es de los pocos directores en actividad que no sólo piensan su cine y el cine en general, sino que se proponen reinventarlo con cada nueva película (o en una saga como la de Antes del amanecer / del atardecer / de la medianoche).
Boyhood es una proeza de producción y una genialidad artística. Lo primero tiene que ver con que comenzó a rodarse en julio de 2002 y continuó filmándose durante 12 años (una semana cada temporada) para describir la infancia, la adolescencia y el paso a la adultez de Mason (Ellar Coltrane), desde que ingresa a la escuela primaria y hasta que accede a la universidad.
Pero -más allá de la perseverancia de Linklater, sus actores y sus técnicos (trabajaron más de 450 personas durante toda su realización con un presupuesto mínimo de 200.000 dólares por año para concretar en total 146 escenas)- lo que en verdad importa es el resultado en pantalla. Y, en ese sentido, pocas veces el cine ha conseguido capturar el paso del tiempo de una manera tan contundente, tan convincente, tan conmovedora. La experiencia de ver cómo los personajes van envejeciendo ante nuestros ojos (sin necesidad de maquillaje o efectos visuales) es de una intensidad apabullante. Y el director de la trilogía Amanecer/Atardecer/Medianoche (otra apuesta por retratar la evolución de sus dos protagonistas de veinteañeros a cuarentones) lo hace a partir de una serie de brillantes viñetas que pueden resultar de a ratos hilarantes, dolorosas, despiadadas o emotivas.
Ayudado por una exquisita selección musical (canciones que marcaron a cada uno de los años en que está ambientada la historia o bien que resultan importantes para la perspectiva de cada personaje) y utilizando unos mínimos elementos (como la evolución de la tecnología) o históricos (la guerra en Irak, el significado de la elección de Obama como presidente, por ejemplo), Linklater nos sumergirá en las experiencias cotidianas de un niño con padres divorciados (Ethan Hawke y Patricia Arquette), que lo tuvieron siendo unos veinteañeros, y con una hermana mayor (Lorelei Linklater, hija del director en la vida real).
A partir de situaciones aparentemente banales pero plenas de significación (una salida de camping, una charla de educación sexual, su pasión por la fotografía), el espectador descubrirá durante las casi tres horas del film la transformación, el desarrollo físico y emocional de un niño/adolescente durante toda su etapa formativa, con una madre que lucha contra permanentes malas decisiones en el terreno afectivo (parejas abusivas), pero también para recibirse y convertirse en una elogiada docente de Psicología; y con un padre bastante ausente y músico frustrado que, de todas maneras, será una de sus ineludibles fuentes de referencia. Cada escena del film -con los actores más viejos pero cada vez más queribles- consigue el milagro de hacer reir a carcajadas y, ya sobre el final, de emocionar hasta las lágrimas.
Así, lo que a su admirado François Truffaut le llevó varias películas con el personaje de Antoine Doinel, Linklater lo consigue en Boyhood, un relato de iniciación, descubrimiento, maduración y conformación de la identidad como pocas veces se ha visto en la pantalla. Por eso, y por los hallazgos de toda su carrera, estamos hablando -sin dudas- de uno de los directores más inteligentes y trascendentes (en el buen sentido del término) del cine norteamericano actual.