Desde luego que sí, podríamos definir a Momentos de una vida (Boyhood, 2014), del aclamado director norteamericano Richard Linklater, como un verdadero acontecimiento cinematográfico, disruptivo -sin vislumbrar a priori el alcance de esa disrupción-,acaso excepcional. Y podría serlo, principalmente, porque el film presenta la culminación de un proyecto que sorprende por su ambición y que evidencia –como ya lo anunciaba su filmografía anterior- la confianza de su director en la capacidad del cine para capturar con extrema puntualidad el transcurso del tiempo. Durante doce años, y con tan solo periódicas instancias de rodaje –una semana por año-, Linklater reunió a un elenco estable y realizó su última película.
Una película que exhibe, como advierte su título, pasajes significativos en la vida de un niño (Ellar Coltrane), desde su infancia hasta el fin de su adolescencia. El procedimiento utilizado por Linklater, conforme por supuesto a la historia que lo fundamenta, le ofrece al espectador la posibilidad de percibir, sin ningún tipo de artificio visual, el desarrollo físico, psicológico y hasta moral de su protagonista. Un niño llamado Mason que, desde el principio, observará con extrañeza el mundo que lo rodea y que, a medida que avance en su reconocimiento, descubrirá que no tiene ningún encanto para ofrecerle: “Papá, no hay magia real en el mundo, ¿no?”, va a preguntar, casi desvelado, durante una noche incierta. Más bien percibirá lo opuesto: un ordinario acontecer de alegrías breves y desdichas cotidianas. La ausencia del padre, sus visitas esporádicas pero esenciales; los dilemas de su madre, responsable de su manutención y crianza, pero que desea también otra cosa, tal vez reinventarse; las primeras frustraciones sentimentales, los miedos y, sobre todo, la búsqueda-finalmente vana- de una experiencia profunda, real.
La vida tal cual es. Porque Linklater configura un férreo relato que obedece a una imaginería realista que cualquier seguidor de sus películas conoce y festeja. Una historia que intenta reflejar lo antedicho: pequeñas y reconocibles escenas de vida, arropadas por un dispositivo musical que se atiene al tipo de representación que elige, en donde cada situación aparece registrada con su correspondiente melodía de referencia generacional (de Coldplay a Arca de Fire). Sus marcas contextuales resultan también precisas, pues enmarcan con fidelidad los distintos acontecimientos familiares:el rechazo a la guerra de Irak y a Bush, y luego el apoyo progresista a Obama; la adolescencia formateada en medio de la fiebre consumista de Harry Potter y Crepúsculo; y el rock -no podía faltar-, como paradigma de sensibilidad y rebeldía soft. La temporalidad del film va a permanecer durante todo el metraje circunscrita a la sucesión uniforme y mesurada de las etapas formativas de su protagonista, sin llegar a inquietar, en ningún momento, con alguna mínima situación que quiebre su vasto equilibrio. Una disposición que caracteriza la narrativa del director de la trilogía Antes del amanecer/del atardecer/del anochecer.
Momentos de una vida es una película luminosa, sí. Tierna y, después de todo, apacible. Su definición podría incluir, sin embargo, un interrogante. Porque a fin de cuentas, ¿qué es lo que espera el espectador de cine, sino lo contrario, una experiencia transformadora, acaso mágica, que amenace, por un instante, con alterar su percepción? Una simple pregunta. Como aquella que le hizo el niño a su padre, durante su primera noche de insomnio.