La levedad del ser
Si Boyhood (Oso de Oro en Berlín y Premio FIPRESCI en San Sebastián) es una película atendible –aunque no brillante– no es porque haya sido realizada a lo largo de doce años con los mismos actores, dejando en evidencia los cambios físicos que impone el paso del tiempo, sino por su calidez y sobriedad. Lo primero indudablemente le imprime realismo, pero debería verse como un recurso en función de lo importante: lo que procura contar o expresar.
Por eso es válido preguntarse qué generaría la película si en vez de apelar a esa curiosa, demorada manera de recorrer la historia de sus personajes, lo hubiera hecho simplemente con un afinado trabajo de casting, trucos y maquillaje. O, lo que es lo mismo, qué puede sentir un espectador que no sepa que los chicos son siempre Ellar Coltrane y Lorelei Linklater (hija del realizador), y no actores de distintas edades físicamente parecidos.
Lo que queda, y lo que vale, es una reflexión sobre el paso del tiempo sin estridencias ni sorpresas, en torno a un pibe (Mason/Coltrane), su hermana y sus padres; un cuadro de situaciones más o menos cotidianas, en las que el espectador (sobre todo el de clase media ilustrada) puede reconocerse, con los saltos en el tiempo y los elementos representativos de cada época (canciones, juegos, referencias a la vida cultural y política de EEUU) presentados atinadamente sin subrayados. En cierto sentido, puede decirse que Boyhood es una suerte de Forrest Gump (1994, Robert Zemeckis) mucho más sutil y menos manipuladora.
El problema es que el itinerario por la vida de Mason está impregnado de una levedad que, de algún modo, conspira contra las expectativas de quienes entregamos casi tres horas de nuestro tiempo para conocerlo. Siempre será más atractiva la vida de alguien distinto que la de quien se nos muestra como el prototipo de un chico/adolescente normal. O, en todo caso, nos interesa descubrir qué tiene para contarnos un ser humano sobre su existencia que no sea lo que ya sabemos o suponemos.
Aunque algo inquieto en su infancia, Mason crece siendo a todas luces buen hijo, estudiante responsable, trabajador, no adicto a nada, rubio, heterosexual, amable con los adultos, sin amigos peligrosos, algo desapasionado incluso. Lo que lo rodea tampoco escapa al estereotipo: al padre no le gusta mucho el trabajo pero es cordial y amigable, la madre es disciplinada aunque comprensiva, la hermana madura rápidamente. Todos ellos son tolerantes, políticamente correctos y apoyan a Barack Obama; en oposición, parejas y amigos lucen conservadores, frívolos o violentos. Por otra parte, los problemas económicos se superan a fuerza de voluntad y nada –casa, trabajo, estudio– parece inaccesible: aunque se desliza por ahí un comentario perspicaz sobre los intereses que activaron la guerra en Irak, se plasma una imagen de Estados Unidos bastante idílica, donde quien quiere algo lo logra y el punto de encuentro suele ser la reunión familiar alrededor de una mesa adornada con flores.
Si la intención de Linklater fue representar la vida tal como es, entonces faltan muertes y enfermedades, por ejemplo. Posiblemente quiso ser amable y eso podría agradecérsele, pero teniendo en cuenta lo ambicioso del proyecto, Boyhood resulta de una liviandad improcedente.
“Pensé qué habría algo más” dice la madre hacia el final, en referencia a la sucesión de nacimientos, noviazgos, casamientos, divorcios, graduaciones y mudanzas que vivió a lo largo de su existencia. Y es que, en realidad, la vida sí es algo más, salvo que se la restrinja a esos acontecimientos exteriores, que es lo que, precisamente, hace Linklater. En los melodramas la vida de un personaje también es atravesada por esos eventos, pero con una intensidad y un carácter trágico que los elevan hacia el terreno de lo excepcional e incluso de lo sobrenatural. En Boyhood la vida de Mason termina siendo previsible y pronto se sospecha que tras las primeras salidas con amigos vendrán la primera novia, la graduación, el primer empleo, etc. Tal vez por eso termina pareciéndose demasiado a un simple álbum familiar. Por otra parte, las secuencias en montañas y bosques, más algunos pensamientos dichos en voz alta y al pasar, fuerzan el mensaje que debe recibir el espectador.
No dejan de ser interesantes los intentos de Linklater por discurrir sobre el paso del tiempo: es el mismo que filmó sucesivamente, y con la misma pareja protagónica, Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer (experimento considerado original aunque hubo otros casos, como Peter Bogdanovich repitiendo actores y personajes de La última película en Texasville), y ahora mismo está embarcado en una “secuela espiritual” de Rebeldes y confundidos (1993). Igualmente provechosa es su afición por disparar ideas sobre la vida con toda su riqueza (Despertando a la vida). Sin embargo, como guionista y director evidencia más entusiasmo que madurez. Hay en él un niño-grande, un adolescente eterno, que no por nada para Boyhood prefirió explorar el paso de los 6 a los 19 años y no, por ejemplo, el de los 30 a los 45.
Sin subestimar sus méritos (los de Boyhood, que los tiene, pero también los de su obra en general), cuesta entender la manera en que ha llegado a ser venerado por tantos críticos y cinéfilos. Quizás sea porque a través de sus películas no se lo ve como a un artista inaccesible sino como un amigo hippón y progre, con ideas e intereses que da gusto compartir.