Sensibilidad a flor de piel
Boyhood es una película especial, una de esas que exigen una introducción informativa: fue filmada en 39 días, pero a lo largo de 12 años, con los mismos actores, que no pudieron evitar crecer y/o envejecer. El protagonista, o más bien el centro del relato, es Mason (Ellar Coltrane), niño al principio y adolescente al final.
El cine, arte del paso del tiempo (entre otras cosas), a veces ofrece estas posibilidades. El inglés Michael Apted viene realizando desde hace décadas los documentales Up, en los que cada siete años vuelve a registrar a la misma gente a la que filma desde niños. También está la serie de películas dirigidas por François Truffaut sobre el personaje Antoine Doinel (Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal, El amor en fuga), en las que vemos al personaje (y al actor Jean-Pierre Léaud) pasar de la pubertad a la adultez. Diferentes sagas permiten ver el paso del tiempo en los actores, por la extensión y por el período que toma de sus protagonistas: notoriamente, las películas de Harry Potter han sido documentos del crecimiento de Daniel Radcliffe y Emma Watson.
Justamente Harry Potter es una de las referencias clave de Boyhood, al indicar con claridad un momento del mundo y a la vez un momento de la vida de Mason (y de su hermana Samantha, interpretada por Lorelei Linklater, hija del director). Algunas de las referencias de la película a la coyuntura son, más que contexto necesario, notas al pie muy evidentes, como si al filmar "en los momentos justos" Linklater hubiera organizando su relato demasiado preocupado por dejar registro de "los temas del período" (la guerra en Irak, la campaña electoral de Obama).
Hay algo de excesiva simplificación en eso, y también en las peripecias emocionales de los padres divorciados de Mason y Samantha (interpretados por Patricia Arquette y Ethan Hawke), que a veces parecieran vivir situaciones relativas a nuevas parejas meramente en función de agregar conflictos al fluir de la narración.
En ese sentido, el profesor alcohólico y violento es el punto más bajo de Boyhood: una situación forzada en función de un devenir que -en esas secuencias- se presenta como apurado, atolondrado. Aunque más efectivas en términos emocionales, algunas frases y situaciones sobre el paso del tiempo, la maduración y los cambios en la relación padres-hijos pedían un poco más de sutileza o incluso de indefinición.
En su trilogía Antes de..., Linklater ya había documentado el paso del tiempo: lo hizo centrado en una pareja, y concentrado en tres momentos en los que profundizó cada situación: cada vez que encontrábamos a Jesse y Celine podíamos ver cómo cambiaba su relación, cómo se ponía en riesgo, cómo crecía, como se iban conociendo, con una fluidez notoria y un brillante estacionarse en las posibilidades de diálogos extensos, miradas y sentimientos.
En Boyhood, el paso del tiempo, por momentos, se resalta como si no se diera de forma inevitable. Ahora bien, cuando Linklater deja fluir a la película, cuando deja ganar confianza a sus actores sin tantos apremios de conflictos o referencias, cosa que ocurre sobre todo cuando Mason y Samantha entran en la adolescencia, demuestra una vez más -como lo hizo en su obra cumbre, Escuela de rock- que puede orbitar con maestría alrededor de temas como la vocación, la enseñanza y el aprendizaje, o el simple asombro ante los cambios. O que puede -como al pasar, con una facilidad asombrosa- conseguir la conexión con los tiempos (propios, ajenos, universales) mediante una utilización de la música, que maneja como pocos otros cineastas.
Boyhood -con su sensibilidad a flor de piel, a veces empantanada por los problemas apuntados- finalmente impone su verdad, su calidez, su confianza en el cine como la mejor manera de acercarnos a otras vidas, a otras maneras de habitar, sufrir y disfrutar el tiempo.