La rareza de marginales propios de la filmografía de Santiago Loza se literaliza en Breve historia del planeta verde, giro pop impredecible del director cordobés. Un trío de “amigues” LGBTQ escolta a un cuerpo extraterrestre por un bosque fantástico y misterioso con linternas, malestares físicos y paradas sórdidas de road movie.
La trans Tania (Romina Escobar), el gay Pedro (Luis Sodá) y la recién peleada con su novio Daniela (Paula Grinszpan) alternan la explotadora urbe por la peregrinación al pueblo donde acaba de morir la abuela del primer personaje. En la casa descubren un sótano en el que reposa un ET que había sido compañero de la anciana, y al que se encargarán de llevar naturaleza adentro sumido en hielo para darle un funeral digno.
La extrañeza de Breve historia del planeta verde es más bien mutante: en ella confluyen el Spielberg retro de Stranger things con el primer Diego Lerman, el estilismo forestal queer de Morir como un hombre de João Pedro Rodrigues y el realismo mágico-curativo y asimismo selvático de Cemetery of splendour de Apichatpong Weerasethakul. Incluso Loza parece fundir aquí los experimentos formales y el naturalismo de su cine, encontrando en la fantasía un nuevo ser (por eso no es descabellado que exista un alumbramiento al final).
“Todos somos raros”, dice uno de los protagonistas, exponiendo la paradoja de una cinta que en su extravagancia deliberada encuentra una comunitaria homologación: el alien semeja una mascota en su calidad de catalizador afectivo que al exigir el cuidado desinteresado permite sanar a sus transportistas, que de esa manera comparten una singular e ingenua forma de normalidad. Así, el filme prefiere ser humano a marciano.