Aunque el filme se permita algunos breves momentos de pura libertad la película resulta demasiado calculada, demasiado correcta, aún en sus virtudes.
Brigada A es una de las series de los ochenta que todavía mantiene parte de su encanto. Compartía la misma riqueza en su concepción que División Miami, aunque desde polos ideológicos opuestos. A partir de un desarrollo elemental pero cuidadoso de los personajes, las dos ofrecían complejidad en sus tramas, promoviendo distintas lecturas y consolidándose como emblemas de posturas a favor y en contra, respectivamente, de la administración Reagan.
No obstante, esta adaptación comparte similitudes no con la Miami vice –en la que el director Michael Mann configuraba una actualización del contexto del original, presentando una geopolítica del narcotráfico y la labor policial-, sino con la de SWAT, realizada hace algunos años y protagonizada por Colin Farrell y Samuel Jackson. Aquella tenía una arquitectura sumamente superficial, yendo hacia el lugar más seguro. Bastante hay de eso en esta Brigada A.
Al igual que la serie, esta remake cinematográfica busca fortalecerse en los actores. Varios nombres se habían barajado para los distintos papeles antes de comenzar la producción: Bruce Willis y George Clooney para el rol de Hannibal Smith; Woody Harrelson y Ryan Reynolds para el de Murdock; Ice Cube para el de B.A. Baracus; entre otros.
Al final, para Smith quedó Liam Neeson, un intérprete metódico y correcto, que nunca patina (ni va a patinar), pero que tampoco posee un gran carisma, que era el distintivo del personaje original. Lo mismo con Bradley Cooper, quien por momentos intenta una actualización y relectura de Templeton “Faceman” Peck, aunque termina quedándose en la faceta más evidente: la del playboy que sonríe y se levanta minas todo el tiempo. En lo que se refiere a Baracus y Murdock, las actuaciones de Quinton “Rampage” Jackson y Sharlto Copley se exceden y restan, de acuerdo al caso. El primero glomouriza la rudeza que tenía el encarnado por Mr. T, agregándole aristas dramáticas que se revelan redundantes. El segundo queda reducido al lugar de comic relief, dejando fuera el ingenio y el sarcasmo que lo elevaban por encima de la obviedad.
Buena parte de todo esto se debe a Joe Carnahan –quien tenía como antecedentes a Narc y La última carta-, quien se ocupa tanto del guión como de la dirección. Es llamativo lo errático de sus decisiones en lo que respecta, por ejemplo, a las escenas de acción: en algunas, privilegia el plano de conjunto y apuesta, correctamente, a la fisicidad; en otras, mueve demasiado la cámara, con lo que se pierde perspectiva; en la secuencia final, cede a la tentación de los efectos especiales, escapándosele toda chance de verosimilitud.
La cadena de irregularidades prosigue. De ahí que el villano principal, interpretado por Patrick Wilson, aparece siempre desdibujado, aunque el secundario –encarnado por Brian Bloom, quien merece atención por su performance- es tan gracioso como siniestro. Además, el relato hilvana demasiadas líneas narrativas y muchas cosas se pierden en el camino, aunque prima la noción de grupo y hasta de sano machismo (en el sentido más amistoso del término) en varios tramos. Y, principalmente, el filme se permite algunos momentos de pura libertad, como en el que un tanque va cayendo en paracaídas miles de metros. Lástima que igual suene todo demasiado calculado, demasiado correcto, aún en las virtudes.
Al final, sólo nos queda una pregunta: ¿Para cuándo la adaptación cinematográfica de ALF?