¿Qué pasaría si Superman hubiese crecido como un niñito malvado? Por ahí viene el planteo de esta película que mezcla terror con la mitología de los superhéroes.
A esta altura nos conocemos de memoria la historia de Clark Kent/Kal-El/Superman, el último hijo de Krypton que cayó a la Tierra, fue adoptado por una adorable parejita de granjeros sin hijos, y criado como propio mientras descubría sus extraordinarios poderes sobrehumanos. Brian y Mark Gunn -hermano y primo de James- tomaron esta premisa harto explotada por el cine y la TV comiquera, y la retorcieron un poquito más, imaginando al pequeño extraterrestre tomando el camino contrario al de las buenas acciones.
Antes de empezar a culpar a mamá y papá por este desmadre, pongámonos a tono con la historia pergeñada por los Gunn (con Jaime como productor) y dirigida por David Yarovesky, responsable de “The Hive” (2014) y algunos cortometrajes. Tori (Elizabeth Banks) y Kyle Breyer (David Denman) son un matrimonio de Brightburn (Kansas) -no, no queda bien poner Smallville- que se quiere mucho, pero la vida no les dio descendencia. Una noche, en medio de los arrumacos, algo cae cerca de su casa (después sabemos que fue un meteorito), y a los meses vemos a la feliz pareja con su nuevo pequeñín, Brandon.
El tiempo pasa, el pibe crece sano y feliz, es un bocho en la escuela y un dulce de leche con mamá, papá y sus allegados, aunque no parece tener muchos amigos en el colegio. Como a la mayoría de los adolescentes, la pubertad le empieza a pegar un poco mal, con la diferencia de que Brandon (Jackson A. Dunn), comienza a experimentar cambios mucho más drásticos que los provocados por las hormonas. Voces en idiomas extraños y fuerza sobrehumana son los primeros indicios de que el nene no es tan común y corriente como parece a simple vista.
Algo escondido en el granero lo atrae casi todas las noches, pero los Breyer no están preparados para decirle a su hijo que no es un ser de este mundo. Muy mala idea, ya que a diferencia de Kal-El, Brandon toma estos cambios de manera un tanto siniestra, demostrando su superioridad ante el resto de los simples mortales. “Brightburn: Hijo de la Oscuridad” (Brightburn, 2019) mezcla las convenciones del cine de superhéroes -y la historia de Superman- con elementos terroríficos, y en vez de un nene poseído por algún ente demoniaco, nos entrega la otra cara de la moneda de estos ídolos en trajes de spandex que son, prácticamente, indestructibles.
Acá no hay kryptonita que valga, así que el amor incondicional de mamá y papá va a tener que hacer su magia para detener al pequeñín que sigue ganando fuerza, y poco le importa esto de ser el ídolo de la gente, campeón de la humanidad. Como premisa, “Brightburn” es interesante y atrapa desde sus climas terroríficos y un joven protagonista (el pequeño Scott Lang de “Avengers: Endgame”) que se roba todas las escenas. Dunn es el verdadero hallazgo de esta película que, tranquilamente, podría tener un par de secuelas.
A Yarovesky le toca trabajar con un presupuesto más que acotado (unos siete millones de dólares), pero se las ingenia para crear una atmosfera inquietante y por momentos muy violenta, aprovechando cada uno de sus recursos, siempre jugando con el conocimiento previo del espectador sobre los tropos del género, y siempre a la espera de que ganen los buenos. Claro que primero hay que definir, ¿quiénes son esos buenos? Más allá de los superpoderes de Brandon, los realizadores nos proponen un universo realista donde la escuela se hace cargo de la mala conducta del nene, la policía de investigar una serie de desapariciones y accidentes, pero nadie podría lidiar con las extraordinarias habilidades de este ser.
Cuando la pubertad te pega mal
Ahí, en las resoluciones finales, es donde empieza a flaquear la historia, agravada por las exacerbadas actuaciones (y muecas) de los intérpretes adultos que poco y nada aportan; falencias que se compensan con las irrupciones de Dunn, cada vez menos angelical y más siniestro, con o sin ojitos colorados y brillantes.
“Brightburn” es una película que entretiene con poco y no abusa de sus tiempos en pantalla (escuetos 90 minutos), tampoco se detiene a contarnos de que extraño planeta viene este pequeño -algo no tan relevante- y va directamente a los bifes sin escalas. Tal vez, esa rapidez en la narrativa y la falta de un poco más de desarrollo es lo que más afecta a esta trama que termina eligiendo la espectacularidad y la acción, en vez de pararse a meditar sobre los temas que plantea. Los realizadores nunca profundizan en eso de los “poderes y las responsabilidades” (donde está el tío Ben cuando se lo necesita), perdiendo una gran oportunidad para resaltar una idea que no es nueva, pero acá está bastante bien llevada.
Lamentablemente, el gore lo termina eclipsándolo todo, acercando la película hacia la vereda de las historias genéricas de terror, con la salvedad del protagonista y las extensas referencias superheroicas que la enriquecen, pero no la hacen despegar del todo. Sin embargo, se siente bien sobrevolando a baja altura, ofreciendo lo poco que tiene para brindar, sin muchas aspiraciones, tal vez, con la esperanza de poder seguir ampliando este interesante universo en una secuela a futuro.