Tras arribar a nuestro planeta en un meteorito, un bebé extraterrestre es descubierto y adoptado por una pareja sin hijos. Bajo su cuidado y en la granja familiar, el niño crece hasta descubrir que tiene poderes sobrehumanos y, decidido a usarlos en defensa de la humanidad, se marcha hacia la gran ciudad. Muy probablemente ya hayan escuchado esta historia… pero, ¿qué pasaría si los fines del joven fueran, digamos, menos altruistas y un tanto más siniestros?
Describir la premisa de Brightburn: Hijo de la oscuridad como “el lado oscuro de Superman” o “la contracara del origen del Hombre de Acero” no sería incorrecto, en absoluto. Sin embargo, resultaría un reduccionismo, un atajo demasiado fácil de tomar. Es cierto, la segunda película de David Yarovesky (The Hive) posee claros puntos en común con el primer acto de Superman (1978) y el de las tantas otras adaptaciones del cómic que le sucedieron. Pero si efectivamente nos propusiésemos analizar Brightburn a partir de cierto clásico de los 70 dirigido por Richard Donner, un ejercicio mucho más interesante sería hacerlo no desde la primera entrega de la saga protagonizada por Christopher Reeve, sino con la película que la antecedió en su filmografía: La profecía (The Omen, 1976).
Ambas películas se inscriben en el género de terror y es desde allí que deciden trabajar lo sobrenatural (aunque una lo haga desde la religión y la otra desde el fantástico). Precisamente por esto, las posibilidades analíticas que nacen de su lectura conjunta van más allá de las limitadas —y meramente argumentales— relaciones que podrían trazarse con el mito del superhombre. Asimismo, en el contraste entre La profecía y Brightburn, se evidencian varias de las debilidades de la segunda de ellas. Por ejemplo, la ausencia de cualquier tipo de sutileza en la presentación de sus personajes, la inclusión de una innecesaria placa que busca explicitar una elipsis temporal bastante obvia o la ejecución de un jump scare previsible y prescindible, entre otras torpezas que uno difícilmente encuentre en la película de Donner.
No obstante, ambos films presentan un problema en común (problema que, si uno quisiera, lo podría extender también a todo el subgénero de niños diabólicos/poseídos/malditos), y que tiene que ver con la demora —necesaria, pero usualmente excesiva— con la que los padres reconocen y aceptan qué es lo que verdaderamente les está ocurriendo a sus hijos. Es decir, en sus múltiples intentos por negar la realidad mediante la búsqueda de alguna explicación lógica y terrenal (allí aparecen Gregory Peck ignorando las advertencias del sacerdote en La profecía y los zonzos chistes sobre la pubertad en Brightburn), el lento accionar de los adultos en este tipo de films obstruye la progresión dramática del relato, por lo menos hasta la eventual llegada de la epifanía (de hecho, ésta era una de los principales fallas de Maligno, película de similares características que también se estrenó este año). Inteligentemente, La profecía logra paliar el problema gracias a la intervención de un personaje secundario (el fotógrafo interpretado por David Warner) que asiste al de Peck en su investigación detectivesca, acelerando así el relato. Por el contrario, en Brightburn, los pocos personajes que podrían ser de utilidad a este fin (el jefe de policía local, la tía psicopedagoga) tardan demasiado en aparecer o son rápidamente desechados por el maléfico infante. En consecuencia, Yarovesky debe confiar en otro elemento para llevar adelante la narración: la maldad de su protagonista.
En efecto, a partir de que Brandon (Jackson A. Dunn) es “poseído” y descubre la razón de su existencia (en una secuencia muy bien ejecutada, dicho sea de paso), el film se apoya cada vez más en su cruento accionar para hacer avanzar la trama, prescindir de innecesarias dilataciones y pulir el ritmo general del relato. Una sabia decisión que —con perdón de Donner— La profecía también podría haber aplicado; sobre todo teniendo en cuenta que el tiempo de pantalla ocupado por Damien (Harvey Stephens) es tan escaso que uno no puede evitar dudar de su caracterización como “el Anticristo”. Por otra parte, es también a partir de dicha decisión que Brightburn abraza de lleno la estructura episódica característica del género, la cual —además de fortalecer su narrativa y otorgarle un mayor dinamismo— es manejada con una confianza notable. Cada manifestación del mal (la visita nocturna de Brandon, la escena del restaurante, el incidente en la ruta) arrastra consigo la necesidad de una pausa, de un claro señalamiento del peligro que se avecina y de una paulatina acumulación de la tensión que allane el terreno para la llegada del violento remate. Todo este proceso es llevado a cabo con precisión, fluidez y un evidente conocimiento del género.
De igual manera, la película concluye con un clímax tan potente —visual y dramáticamente— como aquel de La profecía (aunque aquí la relación de poder que se juega en él aparece invertida). Lo extraño es que, una vez clausurado el relato, Brightburn incluye una escena extra que, siguiendo la tradición de las películas de Marvel y DC Comics, propone la existencia de otras historias (y de otros villanos) posibles. Se trata de una escena simpática —particularmente por el cameo que incluye—, pero uno no puede evitar sentirla innecesaria, puesto que el film en ningún momento buscó circunscribirse al subgénero de superhéroes. En cambio, se erigió a sí mismo desde el terror, desde una mirada alternativa, más oscura y atractiva. Su título local es prueba de ello.