Ejercicio con las fórmulas del policial
Lo mejor del nuevo largometraje de Gustavo Postiglione (Rosario, 1963) está en su comienzo y su final.
Se inicia con un plano secuencia en el interior de un gimnasio de boxeo registrando la conversación entre dos personajes, de quienes, al salir del lugar, la cámara se desvía para pasar al punto de vista de una pareja armada que se acercará para matarlos. El amable recorrido finaliza en un plano fijo (previo a la buena presentación de los títulos), mientras se escucha la simpática charla entre esos dos hombres de los que pocos sabemos: uno de ellos explica, precisamente, qué es un plano secuencia (habría que decirle que no sirve sólo para mostrar virtuosismo sino que cumple, o debería cumplir, una función narrativa y dramática concreta), el otro le pide una lista de películas que apelen a ese recurso y ambos parecen interesados en mejorar su formación como cinéfilos. No sólo por esto, sino por el tono amigable con el que se hablan y les hablan a quienes resultarán sus asesinos, uno lamenta que salgan tan pronto de la historia.
El final, por su parte –y sin adelantar demasiado, ya que se trata de un relato clásico de esos que develan misterios en el desenlace–, despliega una sucesión de planos breves, bien resueltos, casi sin diálogos y con cierta intensidad. En ese tramo salen a la luz intenciones ocultas de algunos personajes e incluso los personajes mismos, ya que están filmados en exteriores y a la luz del día.
El resto del film es más híbrido, con altibajos que desorientan un poco en cuanto a estilo e intenciones. Hay momentos entre los jóvenes hermanos Mabel y Bruno que se sienten creíbles, gracias al esfuerzo de María Celia Ferrero (cuyo encanto ocasionalmente se diluye, al verse exigida a difíciles cambios de registro) y Juan Nemirovsky (el fotogénico protagonista de Los teleféricos). Por el contrario, salvo en el final, lucen desmañadas las intervenciones del mafioso Antonio, en buena parte por la caracterización de un Norman Briski más grotesco que temible, rodeado de sospechosos caricaturescos en un bar que no parece tener vida propia. La recurrencia a juguetes y recuerdos de la infancia ayuda a sugerir un estado de inocencia perdida para intuir el pasado de esos chicos grandes, pero la cámara sigue de cerca a ambos hermanos preocupándose más por lo que (se) dicen en voz alta que por lo que sus rostros o sus cuerpos dicen: en El asadito (1999), el vagabundeo de la cámara reflejaba el desplazamiento de divagues sin rumbo de un grupo de amigos; acá, en cambio, no parece muy funcional el empleo del mismo recurso. A su vez, Elli Medeiros (cantante y actriz uruguaya que ha trabajado bajo las órdenes de Olivier Assayas, Philippe Garrel, Eric Rohmer y el argentino Pablo Trapero, en Leonera) aporta una imagen glamorosa, propia de las mujeres del cine negro, pero su discusión a los gritos con Mabel y Bruno remite inmediatamente a los estallidos dramáticos habituales en nuestra televisión, medio al que también recuerdan los inserts con tomas de la ciudad para indicar dónde se desarrolla la acción paredes adentro.
Con este nuevo trabajo (del que es guionista, director, autor de casi toda la banda sonora e incluso actor), Postiglione vuelve a mostrar su gusto por crear personajes, escribir diálogos más o menos ocurrentes y jugar con las posibilidades (saltos temporales, sorpresas finales) que puede ofrecer el entramado de un guión, antes que por explorar las formas que le ofrece el lenguaje cinematográfico o depurar lo que se va consiguiendo en términos visuales; tal vez por eso no se ha mostrado incómodo, últimamente, en el teatro y la ficción televisiva. Hay en Brisas heladas algo de modesto ejercicio sobre tópicos del policial, de adultos jugando como chicos a delincuentes y policías, sin demasiado rigor pero tampoco pretensiones ni altisonancia.