Otra que “Tocando el viento”
El film de Yurkovich documenta con sensibilidad y precisión la séptima edición del Festival Internacional de Bronces de Isla Verde, celebrada un par de años atrás, con participación de un centenar y medio de músicos de todo el mundo.
Al pie del escenario, algunos, al fondo del salón otros, los cien integrantes del Ensamble de Bronces de Isla Verde soplan y soplan en la noche de cierre. Un bóxer, venido seguramente de la calle, avanza lo más pancho hasta llegar casi hasta donde están los músicos, sin que a nadie le moleste. Si hubiera que elegir una imagen emblemática de Bronces en Isla Verde seguramente sería ésa. O la del concierto de cornos en la vereda. O los ensayos en la calle, la plaza del pueblo y hasta la canchita de fútbol. O la sorpresa de un extranjero ante un sifón. El film de Adriana Yurkovich documenta la realización de la séptima edición del Festival Internacional de Bronces de Isla Verde, celebrada un par de años atrás, con participación de un centenar y medio de músicos de todo el mundo. Incluidos algunos muy “capos”. ¿Dónde queda Isla Verde? ¿El algún país europeo, en Estados Unidos? No, queda en pleno interior de Córdoba, a unos kilómetros de Río Cuarto.
El festival se hace a puro pulmón, alojando a los invitados en casas de familia (casi no hay hoteles en Isla Verde) y celebrando sus galas, a falta de un teatro o sala de conciertos, en el Club Sportivo y la escuela parroquial del pueblo. Aun con esa precariedad y gracias a una mezcla de talento y voluntarismo bien argentinos, el festival, que incluye clínicas de formación de músicos locales, tiene un nivel excelente. Lo mismo puede decirse del documental de Yurkovich, que se hace uno con su material. “En Córdoba te tomás el ómnibus a Río Cuarto, de ahí vas hasta Chazón y de Chazón a Isla Verde”, indica alguien por celular. Todos llegan puntualmente, empezando por el trompetista estadounidense Ronald Romm, el tubista del mismo origen Jon Sass, el trombonista inglés Brett Baker y el cornista francés André Cazalet, que además de presentarse vienen a dictar masterclasses.
“No lo pude alojar al negro porque no conseguí un colchón de 2 metros 10”, le chusmea una señora a sus vecinas, en referencia a Sass. “Además, una mujer sola conviviendo una semana con un negro, imaginate...” “Un sueño”, remata otra. Correalizadora de El ambulante (aquélla sobre ese personaje que proyecta cine por los pueblos), Yurkovich tiene oído para los diálogos y ojo para el detalle. El detalle de color, como los mencionados (o el cartelito de “No se fía más”, colgado de la pared de un boliche donde se juega a las cartas mientras dos muchachos tocan una versión broncínea de “Brazil”) o el detalle específico, como el ejecutante que lleva el ritmo con los dedos mientras lee una partitura. O el afinador que transpira mientras trabaja con el piano, en pleno febrero serrano y a la hora de la siesta. El detalle de contexto: Yurkovich documenta no sólo la vida del pueblito (los carros tirados por caballos, la peluquería del papá del director del festival, los parroquianos en el bar) sino sus alrededores. Allí, en los alrededores, se asienta la actividad económica (pasturas, corrales, animales) y se asienta también la mirada, con planos contemplativos (pueblerinos) sobre la laguna, los juncos, una bandada de aves que atraviesa el cielo. De hecho, si hubiera que encontrarle un tema al documental de Yurkovich, ese tema sería la relación entre el pequeño pueblito y el gran festival.
Contemplación y sentido: Bronces en Isla Verde no es de esos documentales que se conforman con filmar lo que pasa por delante de cámara, aunque no pase nada. No hay un solo plano que no muestre algo, sea central o tangencial. La clase magistral de quien, al enseñar una canción tradicional armenia, observa que en la zona se acentúa el comienzo de las palabras, y lo mismo sucede con los acordes. O las conversaciones telefónicas de Don Isaía, manager general del evento, en busca de chanchitos y corderos para atender a unos doscientos comensales. O el músico francés Thierry Caëns, tirando tremendos pelotazos sobre un voluntario en el patio del colegio y dando un campanazo (literal) de un zurdazo. O la extraordinaria soprano argentina, capaz de no desafinar mientras se arroja sobre el regazo del tenor. Que a su vez canta a voz en cuello y con afinación perfecta, sin sacarse jamás la mano de la barbilla.
Yurkovich tiene oído, tiene ojo, tiene sentido del encuadre y tiene ritmo. No porque se ponga a castañetear los dedos detrás de escena, sino porque sabe cuánto tiene que durar cada plano, qué clase de corte y secuenciación conviene más, si sirve para algo montar en paralelo el ensayo y el concierto, como hace en un par de ocasiones. Por lo que puede verse, el Festival Internacional de Bronces de Isla Verde no sólo es loable sino –más importante, tratándose de un evento artístico– disfrutable. Bronces de Isla Verde es loable en su condición de film da sola, completamente disfrutable gracias a su sentido cinematográfico y modélico, en tanto enseña, como las masterclasses de los músicos que lo protagonizan, cómo filmar, con pocos medios, un documental bueno, bello y justo.