Brooklyn

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

La crítica de cine tiene sus mañas. Todos las tenemos. Una de ellas consiste en utilizar términos indistintamente sin saber bien qué significan. Se podrían citar varios, pero el de “academicismo” o “qualité” son recurrentes y parecen enmarcarse en el aura de la cuestionable mirada que la generación de la Nouvelle Vague dirigió contra las supuestas películas de calidad y su pretendido realismo psicológico. Hoy podemos revisar con cierta pretensión de justicia algunos artículos de batalla para corroborar que parte de las películas y los directores incluidos en una cierta tendencia del cine francés de entonces merecerían, por lo menos, una revisión y tal vez, una reivindicación.

De modo tal que hay conceptos que con ligereza están instalados pero a la hora de definirlos habría que esforzarse más. Sin embargo, no puede evitarse la paradoja: palabras como academicismo y qualité son difíciles de precisar pero sumamente fáciles de designar o atribuir a determinados filmes. Alguien podría decir que Carol de Todd Haynes y Brooklyn de John Crowley son académicas, de calidad. Pero una diferencia sustancial las separa: la primera tiene algo para mostrar y decir que la segunda no. Además, una fue obviada por otra idea de Academia (la de Hollywood) para los premios principales y la otra no. No es que Haynes, en su ahora variante de esmoquin, aparezca como revulsivo ante las conciencias bien pensantes del Norte pero seguramente elude varios lugares seguros, comunes y digeribles de los cuales sí se hace cargo Brooklyn, y con creces. La edulcorada estética que propone Crowley asume una noción de belleza vacua, de absurda moderación y destila mecanismos constantes de reparación que evitan el escándalo. Desde sus primeras imágenes se harán presentes todos los signos característicos para que sintamos que la pantalla es el lugar en el que queremos estar cómodos y seguros: ambientación rigurosa, vestidos y peinados adecuados, música a la altura y una puesta en escena cuyo sesgo es la estabilidad sostenida con moderados movimientos de cámara. La invitación es inofensiva; lo perjudicial es la grosera forma en que se erige detrás de esa delicada epidermis un discurso etnocentrista, aquel que destaca a EE.UU. como la tierra prometida.

El móvil principal para sostener lo anterior es la joven heroína dramática que, agobiada por la rutina de la Irlanda de los cincuenta, tiene la posibilidad de viajar a Nueva York. Las imágenes ralentizadas envueltas en orquestaciones para mostrar la despedida desde el barco que parte son apenas el inicio de la búsqueda de lindura vacua que predominará a lo largo del filme. Otros significantes tales como la ropa comenzarán a marcar el territorio ideológico de conversión cultural. Instalada en su incómodo camarote, Eilis llevará un tapado verde para connotar su apego a la tierra que deja. Inmediatamente, otra joven blonda, más osada y decidida, compartirá el lugar con ella. Su vestido es rojo y cuando llegan a Estados Unidos su consejo es “piensa como una americana”. Inmediatamente vemos como la tímida protagonista atraviesa una puerta azul mientras se cuela una angelical iluminación, como si entrara al paraíso. Más allá de la conciencia de un inmigrante irlandés de la década del cincuenta, no deja de ser burdo el ideologema: bienvenidos a la tierra prometida. En ese plano se filtra, como el destello de luz, la moral de la película.

Y en este período de aprendizaje (un eufemismo de colonización de identidad), lejos de proponer un “saber femenino” o una percepción socialmente significativa de la mujer en torno a como ve y comprende el mundo, se privilegia una serie de consejos tendientes a promover un imaginario con todos los signos propios de la cultura americana en desmedro de los propios. El nuevo mundo al que accede Eilis pidiendo permiso tiene sus consejeros estratégicamente puestos por Crowley en momentos específicos. Cuando consiga trabajo en una tienda, la encargada le dirá “trata al cliente como si fuera un amigo”. Más adelante, un cura bonachón le conseguirá estudiar en Brooklyn (es obvio que en este tipo de películas, la iglesia no se toca). El personaje será la excusa para introducir otra de las frases solemnes y etnocentristas. Hay una cena de caridad para ancianos irlandeses y entonces la protagonista le pregunta por qué no regresan a Irlanda y la respuesta no se hace esperar: “si no hay oportunidades para una joven como tú allí, cómo la tendrían ellos”. Un vocero más del sueño americano.

A esta altura, Eilis es un muñeco encerrado en el universo de Cenicienta a punto de hallar a su príncipe azul, disfrazado con las ropas de la cultura dominante. Ha abandonado su traje verde pálido. En un baile, sus compañeras residentes en un hogar de estrictas reglas de convivencia, le pintan los labios para que no se vea como alguien “que acaba de venir de ordeñar vacas” y cuando se va, el saco ya es rojo. Entonces, como todo está regido por la falta de riesgo estético como narrativo, aparece el enamorado, un italiano simpático de numerosa familia, en la que se destaca un hermano gordito (se roba la película) que habla como mafioso (así de paso se afirman los estereotipos). Los duros eslabones de causa-efecto se construyen de manera previsible y la nueva pareja ya vive a la americana y lo irlandés, a esta altura es una reminiscencia acotada al verde de una bikini en la playa.

Y si los vestidos dicen mucho en la película, a su forzado regreso en un pasaje de la historia a Irlanda, el luto de los presentes contrasta con un amarillo vivaz de la protagonista. Es Eilis ahora quien da consejos glamorosos mientras los “pobres irlandeses” le dicen que ahora ellos están atrasados. Y como los diálogos son tan elocuentes como la ropa, ella remata con una frase, a esta altura del metraje, obscena: “Por supuesto que se ven tranquilos y civilizados. Y encantadores.”

Todo en Brooklyn, hasta la posible transgresión, está controlado. Lo único que despabila a los personajes es el dinero. Por ello hay que volver a la tierra prometida con una escena espejo de la primera que da pavor por la chatura discursiva. Curiosamente, varios interpretaron esta historia como un drama sobre la pertenencia a un lugar. Es parte del juego laberíntico de las apariencias. Basta con desmontar los cimientos ideológicos que sostienen a la película de Crowley para destacarla apenas como un folleto propagandístico solapado de la “tierra prometida”. Una lástima si se considera la potencia y la ambigüedad de la novela de Colm Tóibín que sirvió como base y una decepción si estuvo Nick Hornby en la pobre adaptación. Pero los tiempos cambian. Y si bien nada garantiza que el tiempo pasado fue mejor, hay una tendencia que parece irrefutable y que ya la había anticipado Serge Daney: “Creo que las cosas se invirtieron: un público que perdió toda inocencia se hace el inteligente ante el espectáculo publicitario de un cine infantil y corrupto.”

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant