La irlandesa que clavaba el visto
En Irlanda, a mediados del siglo pasado, la vida no era fácil aún para los jóvenes de gran capacidad intelectual, de moral irreprochable o incluso teniendo ambas condiciones. Eilis Lacey (Saoirse Ronan) se ha forjado una excelente reputación como estudiante y trabajando a tiempo parcial en el almacén de su zona comandado por la insufrible señora Kelly, lo cual provoca que la iglesia a través del padre Flood (el siempre sólido Jim Broadbent), le consiga una plaza de residencia y un trabajo estable en Brooklyn, Nueva York. Para ello debe dejar a su madre viuda y a su hermana (con la que la que tiene un vínculo especial) y así poder probar suerte en ese nuevo mundo. Eilis acepta la propuesta y decide viajar a esa ciudad de grandes oportunidades. Una vez allí -y luego de un período razonable de adaptación- el cambio es tan grande en su vida que la lleva a tener una actitud totalmente distinta al frío y distante comportamiento que lucía cuando llegó. La causa más grande es el haber conocido a Tony (Emory Cohen) que completa casi a la perfección sus necesidades afectivas y la hace aceptar y corresponder el amor por primera vez en su vida. Este muchacho italiano representa algo así como el marido ideal para los valores que le han sido inculcados a la chica irlandesa. Pero por cuestiones argumentales que no conviene revelar, la pobre Eilis se ve obligada a volver a su tierra por un tiempo no determinado y esto dará vuelta su mundo una vez más, ya que todo ha cambiado y las oportunidades se le ofrecen casi de manera vertiginosa. Ahora deberá decidir pero no entre cero y una oferta tentadora, sino entre dos opciones que la completan y le dan sentido de pertenencia de maneras diferentes pero igual de satisfactorias.
Uno de los problemas más grandes que tiene Brooklyn es su extremada corrección y mesura en todos sus aspectos. Los conflictos, ya sean menores o centrales, tardan en aparecer y sólo surten efecto porque a esas alturas, ya está dada la empatía con lo que le sucede a Eilis, cuya vida se parece a la de millones de personas que en algún momento llegan a creer que jamás serán profetas en su tierra y deciden emigrar. Y hablo de problemas porque la extrema prolijidad atenta con no poder mantener abiertos los párpados más pesados del espectador, aquellos que entienden de sobra que no hay historia atractiva sin conflicto, su real motor y generador de situaciones. Esos mismos párpados se cerrarán en una buena siesta si eso no aparece y termina convirtiendo a la sucesión de fotogramas en una anécdota sosa e intrascendente. El que esto no suceda en la candidata al Oscar Brooklyn es en buena parte mérito de la gran Saoirse Ronan -también candidata a mejor actriz- que viene demostrando su capacidad para transmitir emociones y lograr que podamos ver a través de esos ojos de aparente frialdad y profundidad infinita. Claro que John Crowley fue quien la puso allí y construyó la historia a su alrededor con excluyente protagonismo, pero no se puede dejar de decir que con lo fácil que le hace las cosas la actriz con sólo aparecer en pantalla, el director pudo haberse esmerado un poco más en salir de la comodidad de un relato tan estandarizado.
Los personajes que rodean a Eilis son queribles a pesar de lo estereotipados y del poco desarrollo que tienen. La odiosa dueña de la tienda en la que tiene empleo parcial en Irlanda antes de partir -luego fundamental en la resolución de la historia-, la madre viuda que mantiene distancia por su largo duelo, la hermana compinche sobreprotectora, y luego están las nuevas compañeras y convivientes de la joven irlandesa en la casa de Brooklyn, tan predecibles que hasta puede jugarse a adivinar sus diálogos en las situaciones que comparten, la mayoría de ellas en la mesa de la anfitriona, una anciana moralmente irreprochable que convierte a Eilis en su favorita pero no deja de tratar al resto del rebaño como a hijas apenas descarriadas a las que debe llamar al orden con regularidad. Y por último los pretendientes, ese italiano brooklinalizado sin aristas que no puede dejar de ser el primer hombre que toda chica al estilo Eilis quisiera conocer, o el irlandés universitario -el versátil Domhnall Gleeson que no ha dejado de aparecer en película que se precie en el 2015- y que en la primera etapa de su vida en Irlanda le era inaccesible y a su regreso estaba a sus pies siendo todo ternura. Todos ellos son piezas de un puzzle tan limpio y perfecto que por funcionales pierden atractivo.
Y entonces resulta tan pasteurizado y aséptico ese ambiente creado, que logra, sin embargo, que el conflicto final sea efectivo por una simple cuestión moral. Esto provoca una ruptura y genera un debate que no por pequeño deja de ser interesante. Todo se justifica por la última decisión que debe tomar Eilis, en la cual nos involucra porque resulta imposible mantenerse al margen y no opinar -a la manera de cualquier director técnico- sobre la vida de quienes nos importan, de determinar sin dudas qué debe hacer y cómo repercutirá sobre sus afectos. Y allí probablemente nos damos cuenta del mérito real del film, nos ha metido de lleno en un mundo de más de sesenta años de antigüedad en el que las relaciones a distancia -y no hablo sólo de las amorosas sino también de las familiares- dependían de intercambios epistolares en papel o -ya pensando en urgencias- llamados telefónicos muy costosos y para nada privados. Quizás en los tiempos presentes del Skype, de videollamadas y toda clase de gadgets a nuestro alcance que antes sólo veíamos en películas de espías, resulte difícil entender el precio de mantener vivos los afectos con la distancia de por medio, pero la película lo logra y al menos parcialmente podemos sentir lo peligroso de la falta de noticias para mantener vivas ese tipo de relaciones. Como si el “ojos que no ven corazón que no siente” resumiese esta anécdota a la perfección.
Brooklyn es una de las nominadas a mejor película en los premios que otorga la Academia, a mi entender sólo porque este año no hubo demasiadas sorpresas o títulos que pretendan, por gusto del público o beneplácito de la crítica, arrasar con una buena cantidad de premios. Entonces no es injusto que esté allí, porque es fiel testimonio de la prolija mediocridad de la producción actual de mayor alcance comercial.